Pretoriano

Personajes

En la Guardia Pretoriana:

Tribuno Balbo: a cargo del convoy de la plata.

Centurión Cayo Sinio: un hombre ambicioso que ataca a traición.

Tribuno Burro: comandante de la tercera cohorte de pretorianos.

Centurión Lurco: prácticamente comandante a tiempo parcial de la sexta centuria de la tercera cohorte.

Optio Tigelino: el subordinado frustrado de Lurco.

Guardia Fuscio: un recluta que se cree un veterano.

Prefecto Geta: comandante de la Guardia Pretoriana.

En el Palacio Imperial:

Emperador Claudio: un gobernante justo, aunque no siempre coherente.

Agripina: su esposa y sobrina, y madre de Nerón.

Nerón: un chico agradable con ambiciones artísticas.

Británico: el hijo de Claudio, inteligente pero frío.

Narciso: secretario imperial e íntimo consejero de Claudio.

Palas: otro íntimo consejero del emperador y la emperatriz.

Séptimo: un agente de Narciso.

En Roma:

Cestio: el jefe de una banda de delincuentes, cruel y despiadado.

Vitelio: seductor empedernido hijo de un senador, antiguo enemigo de Macro y Cato.

Julia Sempronia: la encantadora hija del senador Sempronio.

Capítulo I

Tras diez días de camino, el pequeño convoy de carros cubiertos cruzó la frontera y entró en la provincia de la Galia Cisalpina. Ya habían caído las primeras nieves en las montañas del norte, que se alzaban imponentes por encima de la ruta y cuyos picos nevados relucían brillantes contra el cielo azul. El invierno temprano había tratado bien a los hombres que marchaban con el convoy, y, aunque el aire era frío y vivificante, no había llovido desde que habían abandonado la casa de la moneda imperial en la Narbonense. Una helada glacial había endurecido el suelo, y las ruedas de los carros pesadamente cargados avanzaron por él sin complicaciones.

El tribuno pretoriano al mando del convoy iba en su caballo a una corta distancia por delante, y, cuando la ruta llegó a la cima de una colina, refrenó a su montura y le hizo dar la vuelta. El camino se extendía frente a ellos en una larga línea recta que ondulaba sobre el paisaje. El tribuno veía con claridad la población de Piceno, situada a unos pocos kilómetros de distancia, y donde debía encontrarse con la escolta montada enviada por la Guardia Pretoriana de Roma, el cuerpo de élite de soldados cuyo cometido era proteger al emperador Claudio y a su familia. La centuria de tropas auxiliares que había escoltado a los cuatro carros por el camino desde la Narbonense marcharía entonces de vuelta a sus cuarteles, en la casa de la moneda, y dejaría que los pretorianos, con el tribuno al mando, protegieran al pequeño convoy durante el resto del viaje hasta la capital.

El tribuno Balbo se dio la vuelta en la silla para mirar al convoy que marchaba cuesta arriba, tras él. Los auxiliares eran germanos, reclutados de la tribu de los queruscos, unos recios guerreros de aspecto feroz, con barbas desaliñadas que asomaban por entre las carrilleras de sus cascos. Balbo les había ordenado llevar el casco puesto mientras atravesaban las montañas, como precaución contra cualquier posible emboscada por parte de las bandas de salteadores que atacaban a los viajeros incautos. No era muy probable que los bandidos se arriesgaran a atacar un convoy como aquél, Balbo lo sabía perfectamente. El verdadero motivo por el que dio la orden fue para cubrir cuanto fuera posible el pelo barbárico de los auxiliares, y así evitar alarmar a los civiles que encontraran a su paso. Por mucho que agradeciera que a los auxiliares germanos, quienes debían su lealtad directamente al emperador, se les pudiera confiar la vigilancia de la casa de la moneda, Balbo sentía un desprecio muy romano por aquellos hombres reclutados de las tribus salvajes del otro lado del Rin.

—Bárbaros —masculló para sí, y meneó la cabeza.

Él estaba acostumbrado al orden y el aseo de las cohortes pretorianas, y le había molestado que le ordenaran ir a la Galia a hacerse cargo de la última remesa de piezas de plata de la casa de la moneda imperial. Tras muchos años de servicio como soldado de la guardia, Balbo tenía una idea muy clara del aspecto que debía tener un soldado, y, si lo hubieran destinado a una cohorte de auxiliares germanos, lo primero que hubiera hecho habría sido ordenarles que se afeitaran esas malditas barbas para que parecieran soldados de verdad.

Además, echaba de menos las comodidades de Roma.

El tribuno Balbo era un ejemplo típico de su rango. Se había alistado en los pretorianos, había servido en Roma y había ido ascendiendo hasta que aceptó un traslado a la Decimotercera legión en el Danubio, en la que sirvió como centurión varios años más, para solicitar después su reingreso en la Guardia Pretoriana. Unos cuantos años más de servicio constante lo habían llevado a su nombramiento de entonces, como tribuno al mando de una de las nueve cohortes de la guardia personal del emperador. Dentro de unos cuantos años más, Balbo se retiraría con una generosa gratificación, y aceptaría un puesto administrativo en alguna ciudad de Italia. Él aspiraba a que fuera Pompeya, donde su hermano menor poseía unos baños y un gimnasio privados. La ciudad se hallaba en la costa, tenía unas vistas magníficas a la bahía de Nápoles y contaba con un conjunto decente de teatros, así como una buena arena; además, había un buen número de tabernas que vendían vino barato. Existía incluso la perspectiva de alguna pelea con hombres de la vecina ciudad de Nuceria, pensó con melancolía.

Detrás de las primeras cinco secciones de auxiliares, venían los cuatro carros, unos vehículos pesados tirados cada uno por diez mulas. Un soldado iba sentado en el banco junto a cada uno de los carreteros, y tras ellos se extendían las cubiertas de piel de cabra, fuertemente atadas por encima de los cofres cerrados que descansaban en el lecho de los vehículos. Había cinco cofres en cada uno de los carros, y cada uno de ellos contenía cien mil denarios recién acuñados; dos millones en total, suficiente para mantener a una legión entera durante todo un año.

Balbo no pudo evitar un breve momento de especulación sobre lo que podría hacer con semejante fortuna. Pero apartó de inmediato aquella fantasía. Era un soldado. Había jurado proteger y obedecer al emperador. Su deber era procurar que los carros llegaran a las dependencias del Tesoro, en Roma. Apretó los labios al recordar que algunos de sus compañeros pretorianos entendían el concepto de deber de un modo un tanto más flexible.

Hacía menos de diez años que los miembros de la Guardia Pretoriana habían asesinado al anterior emperador y a su familia. Cierto era que Cayo Calígula había sido un tirano que estaba loco de atar, pero a Balbo no se le ocurría un compromiso más solemne que un juramento. Él seguía desaprobando la eliminación de Calígula, aun cuando el nuevo emperador, elegido por los pretorianos, había resultado ser bastante mejor gobernante. El tribuno recordó que el ascenso de Claudio al poder había sido un asunto confuso. Los oficiales que habían asesinado a su predecesor habían intentado devolver el poder al Senado romano. Sin embargo, en cuanto el resto de sus compañeros se dieron cuenta de que sin emperador no había Guardia Pretoriana, con todos los privilegios que acarreaba el empleo, se apresuraron a buscar un sucesor al trono, y Tiberio Claudio era el mejor situado. Endeble y tartamudo, tal vez no fuera precisamente la figura ideal para representar al mayor imperio del mundo conocido, pero hasta el momento había demostrado ser un gobernante justo y efectivo, admitió Balbo.

Desvió la mirada hacia las últimas cinco secciones de auxiliares germanos, que marchaban detrás de los carros. Tal vez su aspecto no fuera el de unos soldados como era debido, pero el tribuno sabía que eran buenos en combate, y su reputación era tal que sólo los bandidos más temerarios se atreverían a atacar el convoy. En cualquier caso, el peligro, aunque fuera poco, había pasado cuando el convoy descendió hacia el amplio y llano valle del río Po.

Chasqueó la lengua, y apretó las botas contra los flancos de su montura. El caballo soltó un breve resoplido, avanzó con una sacudida y se puso al paso, y Balbo lo dirigió de vuelta al camino, pasando junto a las filas de auxiliares que iban en cabeza y alcanzando a su comandante, el centurión Arminio, hasta que volvió a ocupar su posición al frente del convoy. Habían ido muy deprisa. Aún no era mediodía, y llegarían a Piceno en menos de una hora; allí debían esperar a la escolta pretoriana, si es que aún no había llegado a la ciudad.

Se encontraban todavía a unos tres kilómetros de Piceno cuando Balbo oyó el sonido de unos caballos que se acercaban. El convoy estaba atravesando un pequeño bosque de pinos, cuyo intenso aroma llenaba el aire frío. A una corta distancia por delante, un afloramiento rocoso ocultaba el camino más allá. Balbo recordó instintivamente su época en el Danubio, donde el truco favorito del enemigo era atrapar columnas romanas en marcos reducidos semejantes a aquél. Frenó su montura y alzó la mano.

—¡Alto! ¡Mochilas al suelo!

Los carros se detuvieron con un retumbo, y los auxiliares germanos se apresuraron a dejar sus horcas de marcha cargadas con el equipo a un lado del camino, y a cerrar filas a la cabeza y a la cola del convoy. Balbo se pasó las riendas a la mano izquierda, preparado para desenvainar la espada, y recorrió con la mirada el sotobosque en sombras, a ambos lados de la calzada. No percibió ningún movimiento. El sonido de los cascos era más fuerte y resonaba en la superficie dura del camino pavimentado y en las rocas. Al doblar el recodo, apareció entonces el primero de los jinetes que llevaba una capa roja de oficial. Su casco con penacho colgaba de uno de los pomos de la silla de montar. Tras él, cabalgaban otros veinte hombres que llevaban las capas blancas de los soldados de la Guardia Pretoriana manchadas de barro.

Balbo dejó escapar un fuerte suspiro de alivio.

—¡Descansen!

Los auxiliares bajaron los escudos y las astas de sus lanzas, y Balbo esperó a que los jinetes se aproximaran. Su jefe aminoró la marcha, puso el caballo al trote, y luego al paso, durante los últimos cincuenta metros.

—¿Tribuno Balbo, señor?

Balbo miró al otro oficial con detenimiento. Su rostro le resultaba familiar.

—¿Cuál es la contraseña correcta, centurión? —preguntó.

—«Las uvas de la Campania ya están maduras para la cosecha», señor —respondió el otro hombre con formalidad.

Balbo asintió con la cabeza al oír la frase que esperaba.

—Muy bien. Se suponía que debías esperarnos en Piceno, centurión…

—Cayo Sinio, señor. Centurión de la segunda centuria, octava cohorte.

—Ah, sí —Balbo recordaba vagamente a aquel hombre—. ¿Y bien? ¿Qué está haciendo aquí, en el camino?

—Llegamos a Piceno ayer, señor. El lugar era como una ciudad fantasma. Casi todo el mundo había ido a un santuario cercano con motivo de algún festival local. Se me ocurrió venir cabalgando a su encuentro, y al de sus muchachos —hizo un gesto en dirección a los auxiliares germanos.

—No son míos —refunfuñó Balbo.

—El caso es que vimos que se acercaban a la ciudad, señor, y… bueno, aquí estamos. Listos para escoltar los carros de vuelta a Roma.

Balbo observó al centurión en silencio durante un momento. A él le gustaban los soldados que acataban sus órdenes al pie de la letra, y no estaba seguro de si aprobaba que Sinio y sus hombres hubieran tomado la iniciativa de acudir a su encuentro allí, en el camino, en lugar de en la ciudad, tal como se había establecido. Hacía dos meses, en Roma, se habían trazado unos planes muy claros para la entrega de la plata, y todos los implicados debían obedecer las instrucciones. En cuanto los oficiales empezaban a jugar despreocupadamente con las órdenes, los planes empezaban a venirse abajo. Decidió que tendría unas palabras con el oficial al mando de Sinio cuando regresaran al campamento pretoriano, situado fuera de las murallas de Roma.

—¡Centurión Arminio! —llamó Balbo por encima del hombro—. ¡Conmigo!

El oficial a cargo de los auxiliares germanos avanzó a toda prisa. Era un individuo alto, ancho de espaldas y con un torso musculoso que a duras penas encajaba en su armadura de escamas. Miró al tribuno, su barba rojiza refulgía como el fuego bajo la luz del sol.

—¿Señor?

Balbo movió la cabeza en dirección a los jinetes.

—La escolta de Roma. Ellos protegerán los carros a partir de aquí. Tú y tus hombres podéis regresar a la Narbonense de inmediato.

El germano frunció el ceño y respondió en un latín con mucho acento:

—Se suponía que teníamos que hacer la entrega en Piceno, señor. Los muchachos esperaban divertirse en la ciudad durante la noche, antes de emprender el camino de regreso.

—Sí, bueno, ahora ya no es necesario. Además, dudo que a los vecinos les haga mucha gracia que los invada una pequeña horda de germanos. Sé cómo se comportan tus hombres cuando beben un poco.

El centurión Arminio aguzó la mirada.

—Me encargaré de que no causen ningún problema, señor.

—No lo harán. Te estoy ordenando que des media vuelta y marches de nuevo hacia la Galia enseguida, ¿acaso no me has oído?

El otro hombre asintió lentamente con la cabeza con evidente amargura. Entonces saludó a su superior con un brusco movimiento de la cabeza y se volvió hacia sus hombres.

—¡Recoged las mochilas! ¡Preparaos para marchar! ¡Nos toca volver a la Galia, muchachos!

Algunos de sus hombres se quejaron, y uno de ellos soltó un juramento en voz alta en su idioma nativo, lo cual provocó una brusca reprimenda por parte del centurión.

Balbo miró a Sinio y le dijo en voz baja:

—No puedo permitir que una pandilla de bárbaros peludos molesten a la gente decente.

—Por supuesto que no, señor —asintió Sinio—. Ya es bastante malo que los germanos sean los encargados de vigilar la casa de la moneda y los convoyes de plata. Debería ser un trabajo para verdaderos soldados, legionarios, o para una cohorte de la Guardia.

—Parece ser que el emperador no confía en nosotros —dijo Balbo con pesar—. Demasiados oficiales superiores jugando a la política en los últimos años. Y el resto de nosotros tenemos que aguantar con eso. De todos modos, no hay nada que podamos hacer al respecto. —Se irguió en la silla—. Haz formar a tus hombres a ambos lados de los carros. En cuanto los auxiliares se quiten de en medio, podemos proceder.

—Sí, señor. —El centurión Sinio saludó y se dio la vuelta para gritar las órdenes a sus hombres. Mientras los germanos formaban malhumoradamente en una única columna al otro lado de los carros, los soldados montados dirigieron sus caballos a sus posiciones, y las dos pequeñas fuerzas no tardaron en estar listas para separarse. Balbo se acercó al centurión Arminio para darle instrucciones antes de partir.

—Tienes que regresar a la Narbonense tan rápido como te sea posible. Puesto que no estaré para vigilar a tus hombres, no dejes que causen problemas en ninguna población por la que paséis en el camino de vuelta. ¿Entendido?

El centurión apretó los labios y asintió con la cabeza.

—Entonces puedes marcharte.

Sin esperar una respuesta, Balbo hizo girar a su caballo en la otra dirección y trotó de vuelta a la cabeza de la pequeña columna, donde le esperaba el centurión Sinio. Agitó el brazo al frente, y dio la orden para que los jinetes y los carros avanzaran. Con un chasquido de las riendas por parte de los conductores de los carros, el convoy empezó a moverse con un traqueteo y un profundo estruendo de las pesadas ruedas con llanta de hierro. El ruido de los cascos de mulas y caballos se sumó al estrépito. Balbo siguió cabalgando sin volver la vista atrás, hasta que llegó al afloramiento rocoso. Entonces volvió la mirada y observó a la retaguardia de la columna auxiliar, a unos cuatrocientos metros camino abajo, marchando pesadamente de vuelta a la Galia.

—¡Buen viaje! —masculló para sí.

Los carros, con su nueva escolta, siguieron el camino rodeando las rocas, y la ruta recuperó su dirección recta, a través de otros cuatrocientos metros de pinar, hacia Piceno. Balbo se sintió de mejor humor ahora que se había librado de las tropas germanas. Aminoró el paso de su caballo hasta situarse junto al centurión Sinio.

—Dime, ¿cuáles son las últimas noticias de Roma?

Sinio lo pensó un momento, y respondió con una sonrisa divertida:

—La nueva tortolita del emperador sigue aumentando su presión sobre el viejo.

—¿Ah sí? —Balbo frunció el ceño al oír la tosca referencia a Agripina.

—Sí. En palacio se dice que Agripina le ha dicho a Claudio que se librara de sus amantes. Él no está muy entusiasmado, naturalmente. Pero ésa es la menor de sus preocupaciones. ¿Recuerda al hijo de ella, Lucio Domicio? Está haciendo correr el rumor de que el chico va a ser adoptado por Claudio.

—Es lógico —repuso Balbo—. No tiene sentido hacer que el muchacho se sienta excluido.

Sinio lo miró con una sonrisa divertida.

—No sabe ni la mitad del asunto, señor. Agripina está presionando abiertamente a Claudio para que nombre al joven Lucio su heredero.

Balbo enarcó las cejas. Aquél era un acontecimiento peligroso; el emperador ya tenía un heredero legítimo, Británico, el hijo que tuvo con su primera esposa, Mesalina. Ahora habría un rival al trono. Balbo meneó la cabeza.

—¿Y por qué demonios iba a acceder a hacer eso el emperador?

—Quizá su mente se esté debilitando —sugirió Sinio—. Agripina afirma que lo único que ella quiere es que Británico tenga un protector, ¿y quién mejor para el trabajo que su nuevo hermano mayor? Alguien que cuide de sus intereses después de que Claudio haya estirado la pata. Y ese día no está muy lejos. Al viejo se le ve flaco como un palo, además de frágil. De modo que, cuando se vaya, parece ser que los pretorianos van a tener al joven Lucio Domicio como su nuevo jefe. Menuda sorpresa, ¿eh?

—Sí… —respondió Balbo.

Guardó silencio mientras consideraba las implicaciones de aquella astuta maniobra. El hijo del emperador, Británico, había sido popular entre la Guardia Pretoriana de niño; solía acompañar a su padre en sus visitas al campamento vestido con un pequeño conjunto de armadura propio, y se empeñaba en participar en la instrucción y los ejercicios con armas, para diversión de los soldados. Pero aquel niño era ahora un muchacho diligente, y atendía a sus estudios con devoción. Aun así, parecía que el joven Británico iba a tener que competir por el afecto de los pretorianos.

—Hay más, señor —dijo Sinio en voz baja al tiempo que miraba por encima del hombro, como para asegurarse de que sus hombres no le oían—. Si es que le interesa saberlo.

Balbo lo miró fijamente, preguntándose hasta qué punto podía confiar en el otro oficial. En los últimos años, había visto ejecutar a muchos por no vigilar la lengua, y no tenía ganas de unirse a ellos.

—¿Hay algún peligro en oír lo que tienes que decir?

Sinio se encogió de hombros.

—Eso depende de usted, señor. O, para ser más exactos, depende de dónde radique su primera lealtad.

—Mi primera y única lealtad radica en mi emperador. Como la tuya, y la de todos los hombres de la Guardia Pretoriana.

—¿En serio? —Sinio lo miró directamente y sonrió—. Hubiera pensado que un romano sería primero leal a Roma.

—Roma y el emperador son lo mismo —replicó Balbo secamente—. Nuestro juramento nos vincula por igual a ambos símbolos. Es peligroso decir otra cosa, y te aconsejaría que no volvieras a sacar el tema.

Sinio escudriñó al tribuno un momento, y luego apartó la mirada.

—No importa. Tiene razón, por supuesto, señor.

Sinio dejó que su montura se rezagara, hasta que estuvo detrás de su superior. El convoy llegó al extremo del pinar y salió a campo abierto. Balbo no se había cruzado con ningún otro viajero desde el amanecer, y no veía a nadie en la dirección de Piceno. Entonces recordó lo que Sinio había dicho sobre el festival. A una corta distancia más adelante, el camino descendía hacia un ligero pliegue en el paisaje, y Balbo se estiró en la silla al percibir movimiento entre unos arbustos enanos.

—Ahí delante hay algo —le dijo a Sinio. Alzó el brazo y señaló—. ¿Lo ves? A unos cuatrocientos metros al frente más o menos, allí donde desciende el camino.

Sinio miró en la dirección indicada, y negó con la cabeza.

—¿Es que estás ciego, hombre? Está claro que ahí hay algo que se mueve. Sí, ahora lo distingo. Unos cuantos carros pequeños y mulas entre los arbustos.

—Ah, ahora los veo, señor —Sinio se quedó mirando la depresión del terreno durante un momento, y continuó diciendo—: Tal vez sea un tren de comerciantes que ha acampado aquí…

—¿A esta hora del día? ¿Y a tan poca distancia de Piceno? —Balbo resopló—. No lo creo. Vamos, tenemos que echar un vistazo más de cerca.

Hizo avanzar a su montura, cuyos cascos golpetearon contra el camino en dirección a los arbustos que crecían al abrigo de la hondonada. Sinio hizo una seña a la sección de jinetes que iba en cabeza para que lo siguieran, y salió tras su superior. A medida que Balbo se iba acercando, se dio cuenta de que había varios carros más de los que había pensado en un principio, y entonces distinguió a unos cuantos hombres agachados entre los arbustos. La preocupación que había sentido poco antes volvió en forma de unos pinchazos como de agujas heladas en la parte posterior de la cabeza. Frenó el caballo a un centenar de pasos del más próximo de aquellos hombres y de sus carros, y aguardó a que los demás lo alcanzaran.

—Esto no me gusta. Esos sinvergüenzas no traman nada bueno, estoy seguro. Sinio, prepara a tus hombres.

—Sí, señor —respondió el centurión en tono apagado.

Balbo oyó el roce de una espada al ser desenvainada, y agarró las riendas con más firmeza mientras se preparaba para hacer avanzar a los guardias montados.

—Lo siento, señor —dijo Sinio en voz baja, al tiempo que hundía su espada en la espalda del tribuno, entre los omoplatos. La punta cortó la capa y la túnica, y atravesó la carne y el hueso penetrando hasta la espina dorsal. El impacto hizo que Balbo sacudiera bruscamente la cabeza hacia atrás, al tiempo que soltaba un fuerte grito ahogado y abría los dedos que, como garras que de pronto perdían fuerza, soltaron las riendas. Sinio retorció la hoja con fuerza y luego la arrancó de un tirón. El tribuno se desmoronó entre los pomos de la silla, con los brazos colgando sin fuerza a los flancos de su caballo. El animal se sobresaltó, y el movimiento desplazó al tribuno de la silla de montar. Cayó pesadamente al suelo y rodó hasta quedar tendido de espaldas. Miraba fijamente a lo alto con los ojos desmesuradamente abiertos, en tanto que su boca se movía levemente.

Sinio se volvió hacia sus hombres.

—Encargaos de los conductores de los carros, y luego traed los vehículos hasta las carretas —bajó la mirada al tribuno—. Lo siento, señor. Es un buen oficial y no se merece esto. Pero tengo instrucciones.

Balbo intentó hablar, aunque de sus labios no salió ni un solo sonido. Tenía frío y, por primera vez en años, miedo. Cuando empezó a nublársele la vista, supo que se estaba muriendo. Ya no tendría una vida tranquila en Pompeya, y lamentó no poder volver a ver a su hermano. La vida fue desvaneciéndose rápidamente de sus ojos, cuya mirada quedó clavada en lo alto, mientas él yacía inerte en el suelo. A cierta distancia camino abajo, se alzaron unos cuantos gritos de sorpresa, que fueron acallados enseguida cuando ejecutaron sin piedad a los conductores de los carros. Los carros y los hombres a caballo continuaron entonces hacia las carretas que aguardaban. Sinio se dirigió a un hombre robusto que estaba detrás de él, y señaló el cuerpo del tribuno.

—Cestio, ponlo a él y a los demás en uno de los carros. Quiero que dos hombres se adelanten y monten guardia. Que otros dos vayan al recodo del camino, para comprobar que esos auxiliares no hagan de las suyas y den media vuelta para tomarse un permiso extraoficial en Piceno.

Los hombres de las carretas salieron de entre los arbustos y formaron los vehículos en una línea junto al camino. Siguiendo las instrucciones de Sinio, los cofres se descargaron rápidamente de los carros para ser cargados en sus nuevos vehículos: un cofre por carreta. En cuanto estuvieron bien sujetos se cubrieron con balas de tela barata, sacos de grano o fardos de trapos viejos. Soltaron los tirantes de los tiros de mulas de los carros, y los animales se distribuyeron entre las carretas para arrastrar la carga adicional. Una vez vacíos, empujaron los carros hasta adentrarlos en la maleza, rompieron las tapas de los ejes y sacaron las ruedas, de manera que se vinieron abajo y quedaron fuera de la vista desde el camino. Llevaron los cuerpos a una zanja embarrada, oculta entre los matorrales, tras lo cual los cubrieron con broza cortada de los arbustos. Al final, los hombres se reunieron en torno a las carretas, mientras Sinio y unos cuantos más cortaban un poco más de maleza para cubrir los huecos entre los arbustos por los que habían pasado los carros, y barrer el rastro en la hierba. Gracias al hielo, no habían quedado rodadas reveladoras en el suelo.

—Con esto bastará —decidió Sinio, que tiró a un lado su manojo de ramas—. ¡Es hora de cambiarse de ropa, caballeros!

Se despojaron a toda prisa de sus capas y túnicas, y las cambiaron por toda una variedad de prendas de civil de estilos y colores diversos. En cuanto hubieron guardado bien los uniformes, enrollados detrás de las sillas de montar, Sinio echó un vistazo a los hombres. Asintió con la cabeza en señal de satisfacción; tenían un aspecto muy parecido al de los mercaderes y comerciantes que transitaban habitualmente por los caminos entre los pueblos y ciudades de Italia.

—Ya tenéis vuestras instrucciones. Partiremos desde aquí en grupos separados. En cuanto hayáis dejado atrás Piceno, tomad las rutas que os han dado hacia el almacén de Roma. Os veré allí. Vigilad bien las carretas. No quiero que ningún ladrón de poca monta encuentre por casualidad el contenido de estos cofres. Intentad pasar desapercibidos, representad bien vuestro papel y nadie sospechará de nosotros. ¿Ha quedado claro? —paseó la mirada por los hombres—. Bien. ¡Pues que se pongan en marcha las primeras carretas!

A lo largo de la hora siguiente, las carretas fueron abandonando la depresión del camino una a una, o en grupos de dos o tres a intervalos regulares, intercaladas con los jinetes. Algunas se dirigieron a Piceno, otras se desviaron en el cruce de caminos que había antes de llegar a la ciudad, fueron al oeste o al este, y siguieron una ruta indirecta hacia Roma. Aún quedaba el rastro que dejaron las carretas y los cascos de las mulas y caballos, pero Sinio dudaba que atrajeran la atención de los viajeros que iban y venían de Piceno.

El centurión asintió en señal de satisfacción, condujo su caballo hacia el camino y lo llevó al paso, montándolo sin prisa hacia la ciudad. Pagó el peaje a los guardias de la puerta de la población, y se detuvo en una taberna para tomar un cuenco de estofado y una taza de vino caliente antes de proseguir el viaje. Salió por la puerta sur de la ciudad, y tomó el camino hacia Roma.

Era media tarde cuando vio una pequeña columna de jinetes con capa blanca que se acercaban cabalgando desde el sur. Sinio se cubrió la cabeza con la capucha de su desgastada túnica marrón para ocultar su rostro, y alzó la mano a modo de saludo al pasar junto a los guardias pretorianos que se dirigían al encuentro del convoy de la Narbonense. El oficial que iba a la cabeza de la escolta ignoró altivamente el gesto, y Sinio sonrió al imaginar a aquel hombre explicando la desaparición de los carros y sus cofres de plata a sus superiores en Roma.

Capítulo II

Ostia, enero, 51 d.C.

El turbulento mar se mostraba gris, salvo allí donde la fuerte brisa levantaba halos de espuma blanca de las crestas de las olas que barrían la costa. Arriba, el cielo estaba cubierto por unas nubes bajas que se extendían ininterrumpidamente hacia el horizonte. Una ligera y fría llovizna se sumaba a la deprimente escena, y no tardó en empapar el cabello oscuro del centurión Macro, pegándoselo a la cabeza mientras contemplaba el puerto de Ostia. Aquel lugar situado en la desembocadura del Tíber había cambiado enormemente desde la última vez que había estado allí, hacía unos cuantos años, a su regreso de la campaña en Britania. Entonces el puerto había sido un desembarcadero expuesto para el trasbordo de cargamentos y pasajeros hacia y desde Roma, situada a unos treinta kilómetros tierra adentro desde el delta del río. Había unos cuantos muelles de madera que se proyectaban desde la costa para procurar la descarga de las importaciones provenientes de todo el Imperio. Un flujo un tanto menor de exportaciones salía de Italia, hacia las distantes provincias gobernadas por Roma.

En aquellos momentos, el puerto sufría un enorme proyecto de desarrollo bajo las órdenes del emperador como parte de su ambición de fomentar el comercio. A diferencia de su predecesor, Claudio prefería utilizar el dinero público para el bien común, antes que en lujos absurdos. Se estaban construyendo dos largos y colosales diques, que se extendían como brazos titánicos para abrazar las aguas del nuevo puerto. La obra continuaba sin descanso durante todas las estaciones del año, y la mirada de Macro se posó momentáneamente en las miserables cuadrillas de esclavos, que arrastraban bloques de piedra sobre rodillos de madera hacia el extremo de los espigones, donde eran arrojados al mar. Bloque tras bloque estaban construyendo un muro para proteger las embarcaciones del agua. Más lejos, más allá de los diques, se hallaba el rompeolas. El dueño de la posada en la que Macro se alojaba con su amigo, Cato, le había contado que cargaron de piedras uno de los barcos más grandes jamás construidos, y que le habían dado barreno para que proporcionara la base del rompeolas. Se habían arrojado más piedras sobre el casco hasta completar el rompeolas, y en aquel momento se estaban construyendo los niveles inferiores de un faro. Macro distinguía apenas las formas diminutas de los albañiles en los andamios, que trabajaban para completar otra hilada.

—Allá ellos —masculló Macro para sí mientras arrebujaba los hombros en la capa.

Durante los últimos dos meses, había dado aquel mismo paseo a lo largo de la costa todas las mañanas, y había seguido el avance de la construcción del puerto cada vez con menor interés. El puerto, al igual que tantos otros lugares de ese tipo, contaba con su complemento de mesones bulliciosos próximos a los muelles, que se aprovechaban de una clientela de marineros que acababan de cobrar al final de una travesía. La mayor parte del año habría allí muchos personajes interesantes con los que Macro podría disfrutar de un vaso de vino e intercambiar historias. Pero durante los meses de invierno, pocos barcos se hacían a la mar, de manera que el puerto estaba tranquilo y los mesones sólo eran frecuentados por unos cuantos personajes que necesitaban beber algo. Al principio, Cato se había mostrado muy dispuesto a compartir con él unas cuantas jarras de vino caliente, pero el joven había estado dando vueltas al hecho de que la mujer con la que tenía intención de casarse se encontraba a un día de marcha de distancia en Roma, aunque las órdenes que habían recibido del palacio imperial prohibían estrictamente a Cato que la viera, o que le hiciera saber siquiera que estaba en Ostia. Macro sintió lástima por su amigo. Había pasado casi un año desde la última vez que Cato había visto a Julia.

Antes de llegar al puerto, Macro y Cato habían estado sirviendo en Egipto, donde Cato se había visto obligado a asumir el mando de una fuerza improvisada de soldados para repeler a los invasores nubios. Había sido un asunto muy reñido, reflexionó Macro. Habían regresado a Italia con toda la esperanza de ser recompensados por sus esfuerzos. Cato se merecía que confirmaran su ascenso a prefecto, al igual que Macro merecía elegir la legión que quisiera. En vez de eso, después de rendir informe a Narciso, el secretario imperial, en la isla de Caprea, los habían enviado a Ostia a la espera de nuevas órdenes. Se había descubierto una reciente conspiración para deponer al emperador, y el secretario imperial necesitaba que Macro y Cato lo ayudaran a ocuparse de la amenaza. Narciso les había dado órdenes explícitas. Debían permanecer en Ostia, alojándose en la posada con nombres falsos, hasta que les dieran más instrucciones. El posadero era un liberto que había servido en el palacio del emperador en Roma, antes de ser recompensado con su libertad y una pequeña gratificación que le había bastado para montar un negocio en Ostia. El secretario imperial confiaba en él para que cuidara de los dos huéspedes sin hacer preguntas. Era imprescindible que su presencia se mantuviera en secreto para todo habitante de la ciudad. No había sido necesario que Narciso nombrara a Julia Sempronia. Cato había entendido perfectamente lo que quería decir, y contuvo su frustración durante los primeros días. Pero los días se fueron alargando hasta que pasó un mes, luego dos, y seguían sin saber nada de Narciso, por lo que el joven oficial estaba al límite de su paciencia.

La única información que Narciso les había dado era que, en el complot contra el emperador, se hallaba implicada una organización misteriosa de conspiradores que querían devolver el poder al Senado. Al mismo Senado que había sido responsable de llevar a la República a décadas de sangrienta guerra civil tras al asesinato de Julio César, pensó Macro con amargura. No se podía confiar el poder a los senadores. Eran demasiado propensos a jugar a la política, y prestaban escasa atención a las consecuencias de sus juegos. Había unas pocas excepciones honorables, por supuesto, continuó cavilando Macro. Hombres como el padre de Julia, Sempronio, y como Vespasiano, quien había estado al mando de la Segunda legión en la que Macro y Cato habían servido durante la campaña en Britania. Ambos eran buenos hombres.

Macro dirigió una última mirada a los esclavos que trabajaban en el rompeolas, y se puso la capucha de su capa militar. Dio media vuelta, y emprendió el regreso por el sendero costero hacia el puerto. Allí también había indicios de la remodelación de Ostia. Varios almacenes de grandes dimensiones habían aparecido detrás del nuevo muelle, y aún había más en construcción en la zona en que el antiguo barrio portuario había sido destruido para dejar paso a los nuevos proyectos de edificación. Macro se dio cuenta de que, cuando la obra estuviera acabada, sería un magnífico puerto moderno. Otra prueba más de la riqueza y el poder de Roma.

El sendero se unía al camino que llevaba al puerto, y los clavos de hierro de las suelas de las botas militares de Macro sonaron ruidosamente en la superficie pavimentada. Pasó por la puerta intercambiando un breve saludo con el centinela, que no era tan tonto como para pedirle el peaje de entrada a un legionario. Una de las ventajas de ser soldado era la exención de algunas de las normas triviales que gobernaban las vidas de los civiles. Y era lo más justo, pensó Macro, puesto que era el sacrificio de los soldados lo que hacía posible la paz y prosperidad del Imperio. Aparte de los mamones indolentes que tenían el chollo de un puesto de guarnición en algún lugar tranquilo y atrasado como Grecia, o de esos petimetres gilipollas de la Guardia Pretoriana. Macro frunció el ceño. Les pagaban la mitad más que a los hombres de las legiones, y lo único que tenían que hacer era vestirse de gala para alguna que otra ceremonia y encargarse de eliminar con eficiencia a los que eran señalados como enemigos del emperador. Tenían muy pocas posibilidades de entrar en servicio activo. Dicho lo cual, Macro los había visto en acción una vez, en Britania, durante el breve viaje que hizo el emperador para atribuirse el mérito del éxito de la campaña. Macro admitió a regañadientes que, en aquella ocasión, habían luchado muy bien.

La calle estaba bordeada por bloques de apartamentos, de unos tres o cuatro pisos de altura, que ocultaban la luz del día, ya pálida de por sí, e imponían una fría penumbra a lo largo de la ruta que conducía al corazón de la ciudad. Al llegar al cruce del que partían las calles hacia los otros barrios de Ostia, Macro torció a la derecha y tomó la larga vía pública que atravesaba el centro del puerto, donde los templos principales, los baños más lujosos y el Foro se apiñaban unos contra otros como si se empujaran para ser el establecimiento más prestigioso. Era día de mercado, y la calle principal estaba llena de movimiento, con los comerciantes y los funcionarios municipales apresurados en sus asuntos. Una fila de esclavos encadenados por el tobillo, de camino a los recintos de confinamiento o al mercado de esclavos, avanzaban arrastrando los pies por el borde de la calle, bajo la atenta mirada de unos cuantos guardias fornidos armados con garrotes. Macro cruzó el Foro, que se extendía a ambos lados de la vía, y luego se metió en una calle lateral en la que vio la imponente fachada con columnas de la Biblioteca de Menelao, donde había quedado en encontrarse con Cato. La biblioteca se la había regalado a Ostia un liberto griego que había hecho su fortuna importando aceite de oliva. Estaba bien abastecida, con una ecléctica variedad de libros dispuestos en los estantes de un modo igualmente ecléctico.

Macro se quitó la capucha al subir desde la calle por la corta escalera que conducía a la entrada de la biblioteca. Nada más entrar, había un funcionario sentado frente a una sencilla mesa de madera al calor de las llamas de un brasero. El hombre entrecerró los ojos con desconfianza al ver a un soldado.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Macro se enjugó el sudor de la frente y asintió.

—Estoy buscando a alguien. A un soldado, como yo.

—¿En serio? —el empleado enarcó una ceja—. ¿Está seguro de que es este el lugar, señor? Esto es una biblioteca.

Macro se lo quedó mirando fijamente.

—Ya lo sé.

—Si me permite la sugerencia, señor, tal vez tuviera más suerte buscando a su compañero en alguno de los mesones cercanos al Foro. Creo que ese tipo de establecimientos son más populares entre los soldados que esta biblioteca.

—Confía en mí, quedé con mi amigo en encontrarnos aquí.

—Bueno, no es aquí donde normalmente se encuentran los soldados, señor —insistió el funcionario con sequedad.

—Cierto, pero es que mi amigo no es el típico militar —dijo Macro con una sonrisa—. Así pues, ¿lo has visto? Limítate a responder a la pregunta, ¿vale? No es necesario que me mires por encima del hombro, al menos si te gusta tu cara tal como está.

El funcionario se dio cuenta de que aquel visitante fornido de semblante duro no iba a aceptar más evasivas.

Carraspeó y alargó la mano para coger una tablilla encerada y un estilo, como para dar a entender que había sido interrumpido en el proceso de llevar a cabo alguna tarea burocrática compleja y vital.

—Entré de servicio hace muy poco, señor. Si su amigo está aquí ya debe de haber entrado, porque yo no lo he visto y no tengo ni idea de dónde podría estar. Sugiero que entre y lo compruebe usted mismo.

—Entiendo —contestó Macro sin alterarse. Permaneció un momento donde estaba y entonces se inclinó sobre la mesa y dejó que el borde de su capa cayera sobre la tablilla del empleado. El hombre se quedó inmóvil y alzó la mirada con preocupación.

—¿Señor?

—Un comentario de despedida —gruñó Macro—. No es necesaria esta hosquedad, muchacho. Vuelve a tratarme así, y puede que confunda tu bonita biblioteca con un mesón de mala muerte, no sé si me entiendes.

El funcionario tragó saliva.

—Sí, señor. Le pido disculpas. Por favor, siéntase con toda libertad de disfrutar a su antojo de las instalaciones de la biblioteca.

—¿Lo ves? Es igual de fácil ser educado que actuar como un completo hijo de puta, ¿eh?

El hombre echó un vistazo en derredor con nerviosismo para ver si alguno de sus colegas se encontraba por allí, pero estaba solo. Miró con cautela al soldado que tenía frente a su mesa.

—Sí, señor. Como usted diga.

Macro se apartó y se frotó las manos para calentárselas. Albergaba un odio perdurable por los insignificantes funcionarios del mundo, que no parecían servir a otro propósito más que al de estorbar a aquellos que sí tenían acciones útiles que llevar a cabo.

La biblioteca tenía un amplio vestíbulo de entrada, con dos puertas que comunicaban a cada lado y otra justo enfrente de la entrada. Tras una breve pausa, Macro tomó el camino de en medio, y sus pasos resonaron en las altas paredes. Entró en una sala alargada cubierta de estantes llenos de rollos. El techo, que se alzaba a unos nueve metros del suelo embaldosado, se había pintado con escenas náuticas que quedaban iluminadas por unas ventanas estrechas situadas en lo alto. Una fila de mesas y bancos recorría el centro de la sala principal de la biblioteca, y, puesto que aún era temprano, en una mañana fría como aquella sólo había tres hombres presentes, dos ancianos encorvados sobre un rollo que mantenían una discusión en tono apagado, y la inconfundible figura delgada de Cato con su capa militar. Estaba sentado en el extremo opuesto de la sala, donde un débil haz de luz proporcionaba una iluminación apenas adecuada para las anchas hojas de papiro que tenía frente a él.

El fuerte repiqueteo de las botas de Macro hizo que los dos ancianos interrumpieran su discusión y miraran con mala cara al recién llegado, que había perturbado la calma habitual de la biblioteca. Aunque Cato, que sin duda había oído el sonido de las botas de su amigo, siguió leyendo hasta que tuvo a Macro casi encima; entonces puso el dedo en el papiro para señalar por dónde iba, y levantó la vista. El joven oficial estaba pálido y parecía cansado, y observó a Macro sin el menor atisbo de expresión mientras éste tomaba asiento en el banco frente a él. Cato había recibido una herida grave en la cara cuando estuvieron en Egipto, y una línea blanca de tejido cicatrizado se extendía entonces desde su frente, cruzaba su entrecejo y le bajaba por la mejilla. Era una cicatriz bastante espectacular, pero de hecho no había desfigurado demasiado sus rasgos. Macro pensaba que era una marca de la que uno debía sentirse orgulloso. Algo que distinguiría a Cato de otros oficiales sin experiencia al servicio del emperador, y que lo destacaría como el veterano aguerrido en que se había convertido desde que se incorporó a la Segunda legión siendo un recluta enclenque, unos ocho años atrás.

—¿Encontraste lo que buscabas? —Macro señaló las hojas que Cato tenía enfrente, y luego hizo un gesto en dirección a los estantes abarrotados que cubrían las paredes—. Hay lectura más que suficiente para mantenerte ocupado, ¿eh? Debería ayudarte a olvidar tus penurias.

—Para qué, eso es lo que me pregunto —Cato alzó la mano libre y se frotó ligeramente la mejilla allí donde terminaba su cicatriz—. Ya casi llevamos dos meses sin saber nada de Narciso.

Cato había enviado un mensaje al secretario imperial por mediación del posadero, solicitando saber por qué Macro y él tenían que permanecer en Ostia. La respuesta había sido lacónica, y sencillamente les decía que esperaran. El aburrimiento de Cato por la estancia forzada en el puerto se alternaba con una intensa furia por el hecho de que le impidieran ver a Julia. Aun así, la perspectiva de la reacción de la muchacha al ver su cicatriz lo atormentaba. ¿La aceptaría y volvería a acogerlo en sus brazos? ¿O se echaría atrás con repugnancia? Lo peor de todo era que Cato temía que se compadeciera de él, y que sólo aceptara casarse llevada por la conmiseración. La mera idea lo ponía enfermo. Y, además, hasta que no volviera a verla no sabría su reacción. Y tampoco podía prepararla para el encuentro, puesto que Narciso le había prohibido que se pusiera en contacto con ella.

—¿Qué estás leyendo? —Macro interrumpió sus pensamientos.

Cato se centró.

—Es un ejemplar de la gaceta de Roma. He estado poniéndome al día de los acontecimientos en la ciudad durante los últimos meses, para ver si hay algún indicio de qué es lo que Narciso necesita de nosotros.

—¿Y?

—Nada que llame la atención. Sólo la habitual retahíla de ceremonias, anuncios de nombramientos y nacimientos, matrimonios y muertes de los grandes y buenos. Había una mención del senador Sempronio. El emperador lo elogió por sofocar la revuelta de esclavos en Creta.

—Supongo que no mencionarán nuestra participación en ese asunto —dijo Macro pensativo.

—Desafortunadamente, no.

—Menuda sorpresa. ¿Alguna otra cosa digna de mención?

Cato bajó la mirada a las hojas que tenía delante, y negó con la cabeza.

—Nada importante, a no ser… —revolvió las hojas echándoles un breve vistazo, hasta que sacó una de ellas—. Aquí está. Un informe con fecha de hace dos semanas, en el que se anuncia que uno de los oficiales de la Guardia fue atacado y asesinado por unos bandidos cerca de Piceno. No han encontrado a los bandidos… Deja una viuda afligida y un hijo joven, etcétera —Cato alzó la vista—. Eso es todo.

—No parece que eso tenga nada que ver con que nosotros estemos aquí —dijo Macro.

—Supongo que no. —Cato se reclinó en el asiento y estiró los brazos, al tiempo que daba un gran bostezo. Al terminar, se apoyó en los codos y miró a Macro—. Otro día en la maravillosa ciudad de Ostia, entonces. ¿Qué podemos hacer para entretenernos? No hay nada en el teatro. Hace demasiado frío para ir a nadar a la playa. Casi todas las casas de baños están cerradas hasta que el negocio se reprenda en primavera, y nuestro amigo Espurio, el posadero, se niega a encender un fuego para calentar su establecimiento hasta que anochezca.

Macro se echó a reír.

—¡Caramba, tienes el ánimo por los suelos! —pensó un momento y, al cabo, enarcó las cejas—. Te diré qué podemos hacer. Según Espurio, en ese burdel que hay junto a los Baños de Mitra tienen un nuevo surtido. ¿Quieres ir a ver qué se ofrece? Algo para mantenernos bien calentitos. ¿Qué me dices?

—Resulta tentador, pero no estoy de humor para eso.

—Tonterías. Te estás reservando para esa chica, ¿verdad?

Cato se encogió de hombros. Lo cierto era que no le entusiasmaba la perspectiva de ir a visitar a las prostitutas, plagadas de enfermedades, que ofrecían sus servicios a los habitantes de la ciudad y a los marineros que estaban de paso. Si le contagiaban algo, sus posibilidades de una unión feliz con Julia quedarían arruinadas.

—Ve tú, si de verdad te apetece. Yo voy a volver a la posada a comer algo, y luego me pondré a leer.

—A leer… —repitió Macro inexpresivamente—. ¿Qué tienes en las venas, muchacho? ¿Sangre o sopa aguada?

—Sea como sea, voy a quedarme a leer en nuestra habitación. Tú puedes hacer lo que quieras.

—Lo haré. En cuanto haya comido para recuperar fuerzas.

Los bancos rechinaron contra el suelo cuando los dos soldados los retiraron para ponerse de pie. Cato reunió las gacetas y las devolvió a un estante, tras lo cual Macro y él salieron de la biblioteca a grandes zancadas, de modo que sus pasos molestaron una vez más a los otros dos hombres.

—¡Chsss! —uno de ellos se llevó el dedo a los labios—. Esto es una biblioteca, ¿saben?

—¡Biblioteca! —exclamó Macro con desdén—. ¡Un prostíbulo de ideas es lo que es! La única diferencia es que una biblioteca nunca te dejará un cálido bienestar interior, ¿verdad?

—¡Escandaloso! —lo reconvino el hombre, que se volvió a mirar a Cato—. Por favor, señor, sea tan amable de llevarse a su compañero del establecimiento.

—No habrá que decírselo dos veces, créame. Vamos, Macro —Cato tiró del brazo de su amigo y lo condujo hacia la puerta.

El cocinero de Espurio, un antiguo marinero que había perdido una pierna en un accidente, les sirvió un guiso claro de cebada con pedazos de carne; carne que podría haber provenido de una pierna de cordero muy condimentada, aunque resultaba difícil estar seguro, puesto que había perdido todo el sabor que hubiera podido tener alguna vez, y la textura era como de corteza de árbol húmeda. Pero estaba caliente, y logró saciar el apetito de los soldados. Cuando Cato pidió un poco de pan, el cocinero frunció el ceño, se alejó renqueando, y regresó con una hogaza rancia que depositó en la mesa con un golpe sordo.

—¡Oye! ¡Espurio! —bramó Macro, sobresaltando a los otros cuatro clientes de la posada.

Espurio estaba en la barra, colocando sus copas de barro baratas en los estantes de detrás del mostrador. Se dio media vuelta con irritación, y se acercó a la mesa a toda prisa.

—¿Qué pasa? ¿Y le importaría bajar la voz?

Macro señaló el cuenco de estofado, en el que aún quedaba un tercio de su contenido.

—Puede que esté lo bastante hambriento como para comerme esta bazofia, pero no tolero un pan que yo no obligaría a comer ni a un jodido cerdo —cogió la hogaza y la golpeó contra el tablero de la mesa—. Duro como una piedra.

—Pues mójelo en el estofado. Se reblandecerá enseguida —sugirió Espurio en tono servicial.

—Quiero pan bueno —replicó Macro con firmeza—. Recién hecho. Y lo quiero ahora.

—Lo siento, pero no tenemos.

Macro retiró el taburete en el que estaba sentado. Habló en voz baja, para asegurarse de que los demás clientes no lo oyeran.

—Mira, te han dicho que cuides de nosotros, y no dudo que te están pagando muy bien para que nos alojes y nos des de comer.

—Me pagan una miseria por ustedes dos —refunfuñó Espurio—. O al menos me la pagarán cuando se marchen y Narciso decida saldar la cuenta. Mientras tanto, están mermando mis beneficios.

Macro sonrió.

—Esa víbora de Narciso nunca cede más de lo imprescindible, y es tan probable que te engañe como que cumpla su palabra, tal como hemos averiguado a nuestras expensas en más de una ocasión.

—Es suficiente, Macro —le advirtió Cato—. No hablamos de nuestros asuntos.

Macro se volvió hacia él y lo miró con dureza, pero entonces su expresión se suavizó.

—De acuerdo. Pero no me hace ninguna gracia que me dejen varado en Ostia con tan sólo este antro para comer y albergarnos. No está bien, Cato.

—Por supuesto que no, pero no hay nada que podamos hacer al respecto —Cato miró al posadero—. Bueno, sé que te molesta tener que cargar con nuestra compañía. A nosotros tampoco nos gusta. Pero con el fin de llevarnos bien unos con otros y de no causar problemas, propongo que hagas algo para mejorar nuestras raciones. Para empezar, sugiero que traigas el pan del día que te ha pedido mi amigo.

Espurio respiró para calmarse, y movió levemente la cabeza en señal de asentimiento.

—Veré qué puedo encontrar. Si me prometen no causar problemas con los demás clientes.

Cato asintió.

—Lo prometemos.

El posadero regresó al mostrador, y tuvo unas palabras quedas con su cocinero. Cato le sonrió con dulzura a Macro.

—¿Ves lo que puede conseguirse con un poco de sentido común?

Macro soltó un resoplido.

—Tiene su momento. Pero debo decir que he descubierto que, de vez en cuando, la aplicación de la fuerza puede ser igualmente efectiva a la hora de producir resultados.

—No si no quieres llamar la atención.

Macro meneó la cabeza.

—Me vendría bien un poco de atención, Cato. Este sitio me está volviendo loco. Ya es bastante malo tener que esperar sin hacer nada a voluntad de Narciso. Pero el cabrón no nos ha avanzado más que una pequeña parte de los atrasos que nos debe, y ni siquiera podemos permitirnos una comida decente o un alojamiento más confortable.

Cato guardó silencio unos instantes.

—Está claro que la intención es que ese detalle contribuya a nuestra sumisión.

Antes de que Macro pudiera responder, se oyó el traqueteo de las ruedas de un carro fuera en la calle, y luego el sonido se apagó de pronto cuando el vehículo se detuvo frente a la posada. Espurio corrió a la puerta, la abrió un poquito y, acto seguido, salió rápidamente y la cerró tras él. Macro y Cato oyeron un breve intercambio de palabras en voz baja, tras el cual el carro continuó rodeando el edificio hasta la parte trasera, donde había un pequeño patio con compartimentos para los caballos de los viajeros que se detenían en la posada.

—Clientes nuevos para este cuchitril —comentó Macro pensativo—. ¿Crees que deberíamos advertirles de que se marcharan?

—Olvídalo… —respondió Cato con aire cansino.

Bajó la mirada a su cuenco y, al cabo de un momento, cogió la cuchara con renuencia para comer un poco más de estofado. Poco después, volvió a aparecer el cocinero con aspecto aturdido y les ofreció una hogaza reciente. Macro olisqueó el aire y miró a Cato sorprendido.

—¡Recién hecho!

Cogió el pan, lo partió por la mitad, arrojó un pedazo hacia Cato y atacó la masa tibia y esponjosa con deleite. De las habitaciones posteriores de la posada les llegó el sonido de unas voces y un chirrido de muebles y, al poco rato, Espurio apareció por la puerta baja de detrás del mostrador. Echó un vistazo a los demás clientes, y luego cruzó la sala hacia la mesa de Macro y Cato.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo Macro entre dientes—. Apuesto a que el cabrón nos quiere echar de la habitación para tener sitio para su nuevo invitado.

—No lo creo.

Espurio se inclinó hacia ellos y les habló en voz muy baja.

—Síganme.

Cato y Macro intercambiaron una mirada rápida, y Cato preguntó:

—¿Para qué?

—¿Para qué? —Espurio frunció el ceño—. Ustedes vengan conmigo, señor. Quedará muy claro dentro de un momento. No puedo decir nada más —movió levemente la cabeza en dirección a los clientes que quedaban—. No sé si me entienden.

Macro se encogió de hombros.

—No.

—Venga, vamos —dijo Cato.

Dejaron lo que les quedaba de comida, y se levantaron para seguir al posadero hacia la puerta que llevaba a la parte de atrás. Cato esbozó una sonrisa divertida al notar que el resto de los clientes no podían evitar mirarlos con curiosidad al pasar. Espurio iba delante, seguido de Macro y por último Cato, quien tuvo que agacharse bajo el dintel. Al otro lado, había una habitación estrecha iluminada por una única lámpara de aceite. Bajo su tenue resplandor, Cato vio que las paredes estaban llenas de jarras de vino y cestos de verduras, y que una red con pan recién hecho colgaba de un gancho, cerca de dos cuartos de carne curada. No había duda de que el posadero comía mejor que sus clientes. En el otro extremo de la habitación, había una puerta levemente entornada, cuyo marco estaba brillantemente iluminado por un fuego que ardía en la otra estancia. Espurio entró en aquella otra habitación seguido de Macro, quien de inmediato soltó un reniego. Era una habitación de proporciones generosas, con una mesa amplia en el centro. Un fuego para cocinar recién atizado chisporroteaba bajo la parrilla de hierro y teñía el espacio con una luz rosada. Sentada en el extremo más alejado de la mesa, una figura delgada con una capa sencilla los esperaba. Alzó la vista del queso y el pan que le habían puesto delante, y sonrió al ver a Macro y Cato.

—Saludos, caballeros. ¡Me alegra que me acompañéis! —Narciso les hizo señas para que se sentaran en el banco frente a él—. O mejor dicho, me alegro de acompañaros.

—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó Macro—. Había empezado a temer que iba a dejarnos aquí esperando de brazos cruzados para siempre.

—Yo también me alegro de verte, centurión —repuso Narciso tranquilamente—. La espera ha terminado. Vuestro emperador os necesita otra vez. Y ahora más que nunca…

Capítulo III

Cato respondió al saludo del secretario imperial con una fría mirada. A pesar de haber nacido esclavo en el palacio imperial, Narciso había trabajado duro y había sido manumitido por Claudio años antes de que éste se hubiera convertido en emperador. Como liberto, tenía una posición social más baja incluso que el más humilde de los ciudadanos romanos, pero como uno de los consejeros más cercanos al emperador poseía más poder e influencia que cualquiera de los aristócratas que se sentaban en el Senado. Era Narciso quien controlaba la red de espionaje dedicada a descubrir amenazas contra su amo, y en este papel había hecho uso de los servicios de Cato y Macro con anterioridad. Ahora estaba a punto de hacerlo otra vez, reflexionó Cato con amargura.

En cuanto el posadero hubo traído una jarra de vino y tres copas, Narciso lo despachó.

—Esto bastará por ahora, Espurio. Asegúrate de que no nos interrumpa ni nos oiga nadie.

—Sí, señor —Espurio inclinó la cabeza y se dio la vuelta para marcharse. Se detuvo en la puerta—. ¿Señor?

—¿Qué ocurre?

—Es sobre mi hija… ¿Se sabe algo de ella?

—Pergila, ¿no es así? Sí, sigo intentando convencer al emperador para que le conceda la libertad. Estas cosas requieren tiempo. Tú cumple con tu parte del trato, y yo haré todo lo que pueda por ella —Narciso agitó la mano—. Y ahora, déjanos solos.

Espurio salió a toda prisa, y Narciso aguardó hasta que el sonido de sus pasos se fue apagando y la puerta del otro extremo de la habitación comunicante se cerró detrás del posadero.

—Es un sirviente bueno y leal, pero puede ser muy exigente a veces. ¡Bueno, dejémosle! —Narciso se inclinó y señaló la jarra con un gesto de la cabeza—. ¿Por qué no nos sirves una copa a todos, Macro? Deberíamos celebrar esta reunión de viejos amigos.

Macro meneó la cabeza en señal de negación.

—Lo que menos es usted es amigo mío.

Narciso se lo quedó mirando un momento, y luego asintió.

—De acuerdo, centurión. Ya haré yo los honores —se inclinó, sacó el tapón y vertió un vino tinto oscuro en cada una de las copas. Dejó la jarra y alzó su copa—. Al menos únete a mí en un brindis… Muerte a los enemigos del emperador.

Macro había estado mirando el vino con anhelo, y fue con sólo una breve muestra de reticencia que tomó la copa más cercana y repitió el brindis. Bebió un sorbo e hizo un ruido de apreciación.

—De modo que esto es lo que ese cabrón avaro de Espurio ha estado reservándose.

—¿Debo entender que no os han atendido bien entonces? —preguntó Narciso—. Espurio tenía instrucciones de hacer que os sintierais cómodos.

—Ha hecho todo lo posible —dijo Cato.

Si tenía que creer al posadero, éste no había sido compensado por la imposición de dos invitados durante los mismos meses que ellos se habían visto obligados a esperar. Además, si Narciso utilizaba a la hija de Espurio para ejercer su voluntad sobre el posadero, Cato no iba a darle más problemas a aquel hombre.

—Nos han dado una habitación limpia y comida con regularidad. Espurio le ha servido bien.

—Supongo que sí —Narciso había mirado la expresión sorprendida de Macro y había enarcado una ceja—. Aunque tú no pareces estar de acuerdo en que a ti te haya servido particularmente bien.

—Somos soldados —repuso Macro—. Estamos acostumbrados a cosas peores.

—Así es. Y es momento de que sirváis a Roma una vez más. —Narciso tomó un pequeño sorbo de vino y se relamió—. Falerno. ¡Espurio intenta impresionar!

—Me imagino que tendrá prisa por regresar a palacio —dijo Cato—. Será mejor que vayamos directos al grano.

—Muy considerado por tu parte, joven Cato —replicó Narciso en tono gélido. Dejó la copa con un golpe seco—. Está bien. ¿Recuerdas nuestro último encuentro?

—En Caprea, sí.

—Saqué el tema de una nueva amenaza por parte de los Libertadores. Esa escoria no descansará hasta que maten al emperador. Naturalmente, afirman actuar en interés del Senado y del pueblo de Roma, pero en realidad volverán a sumir a Roma en una era de tiranos como Sila y Mario. El Senado estará dividido en facciones que lucharán por el poder. Tras la caída de Claudio, en cuestión de meses nos veríamos sumidos en una guerra civil —Narciso hizo una breve y dramática pausa—. El Senado tuvo su utilidad en una época anterior a que Roma adquiriera un imperio. Ahora sólo una autoridad suprema puede proporcionar el orden que se necesita. El hecho es que no se puede confiar la salvaguardia y la seguridad de Roma a los senadores.

Cato se rió con sequedad.

—Y supongo que a usted sí.

Narciso guardó silencio un momento, y las ventanas de su estrecha nariz se ensancharon con gesto de desprecio. Entonces asintió con la cabeza.

—Sí. Yo, y todos aquellos que me sirven, somos lo único que separa el orden del sangriento caos.

—Puede que sea cierto —admitió Cato—, pero el hecho es que el orden que afirma proteger es igual de sangriento de vez en cuando.

—Todo tiene su precio. ¿De verdad crees que pueden mantenerse la paz y la prosperidad sin derramar un mínimo de sangre? Vosotros que sois soldados deberíais saberlo mejor que nadie. Pero lo que no sabéis es que las guerras que hacéis por Roma no terminan al finalizar los combates. Hay otro campo de batalla, lejos de la frontera, que sigue activo y nunca termina, y es la lucha por el orden. Esa es la guerra que yo hago. Mis enemigos no son unos bárbaros vociferantes. Son criaturas empalagosas que acechan en las sombras, y que buscan el poder personal a expensas del bien público. Puede que disfracen sus viles propósitos con las vestiduras de los principios, pero creedme, no hay mal que no aprobaran para lograr sus fines. Es por eso que Roma me necesita, y por lo que os necesita a vosotros. Los hombres como nosotros son su única esperanza de sobrevivir —Narciso hizo una nueva pausa, se sirvió un poco más de vino y se pasó la lengua por los labios.

—Es curioso —comentó Cato—. Cuando otros actúan por propio interés, lo llama maldad. Cuando lo hacemos nosotros, somos patriotas.

—Eso es porque nuestra causa es justa. La suya no.

—Una diferencia de perspectiva.

—No dignifiques a nuestros enemigos con tus abstracciones filosóficas, Cato. Limítate a preguntarte en qué Roma preferirías vivir. ¿En la suya o en la nuestra?

Macro chasqueó la lengua.

—Tiene razón.

—¡Ahí lo tienes! —Narciso sonrió satisfecho—. Incluso el centurión Macro encuentra sentido a lo que digo.

Macro enarcó una ceja.

—Incluso el centurión Macro… gracias por la deferencia.

Narciso soltó una risita y le llenó la copa a Macro hasta el borde.

—No era mi intención ofenderte. Sólo quería decir que incluso a un hombre de acción como tú le queda meridianamente claro quién tiene razón y quién no.

Mientras Macro reflexionaba sobre el matiz que imponía una frase sobre la otra, el secretario imperial se apresuró a proseguir.

—En todo caso, Cato, lo cierto es que hay muy pocas alternativas en este asunto. Si bien respeto tu derecho a expresar una opinión, por muy poco meditada que sea, tienes que hacer lo que digo, si es que Macro y tú queréis avanzar en vuestras carreras, y especialmente si quieres casarte con esa muchacha tan agradable, hija del senador Sempronio.

Cato agachó la cabeza y pasó lentamente los dedos por los rizos oscuros de su cabello despeinado. Narciso los tenía exactamente donde quería. Macro y él querían regresar al ejército más que ninguna otra cosa. Cato necesitaba un ascenso que conllevaría su inclusión en la clase ecuestre. Sólo así sería aceptable su matrimonio en el seno de la familia de un senador.

—Bueno, muchacho —Macro interrumpió su línea de pensamiento—, ¿tú qué me dices?

—Cualquier cosa con tal de que nos saque de este lugar. Además, no puede ser un trabajo demasiado malo. No será más peligroso que a lo que ya nos hemos enfrentado, ¿no?

Narciso frunció los labios, pero no dijo nada.

Cato suspiró con aire cansino, alzó la cabeza y miró directamente al secretario imperial.

—¿Qué quiere que hagamos?

Narciso esbozó una leve sonrisa, con el aire de quien está acostumbrado a salirse con la suya.

—Empezaré por explicar un poco los antecedentes de la situación —se reclinó en su asiento y entrelazó los dedos—. Como ya sabéis, las conspiraciones perpetradas por Mesalina estuvieron a punto de derrocar el régimen. Esa mujer era puro veneno. No estaba por encima de ninguna depravación. Lo único que igualaba su disipada carencia de moral era su ambición. Sabía exactamente cómo manejar a Claudio. Y no sólo a él, sino a muchos otros, incluyendo uno de los otros consejeros del emperador, Polibio.

—Conozco ese nombre —dijo Cato—. ¿No cometió suicidio?

—Es lo que le ordenaron que hiciera. En nombre del emperador. Ni siquiera hubo tiempo de apelar a Claudio antes de que lo visitaran unos guardias pretorianos que presionaron un poco.

—¿Lo asesinaron?

—La línea que separa el asesinato, la ejecución y el suicidio se ha desdibujado un poco en los últimos años. De un modo u otro, la muerte resuelve una dificultad política, o un deseo de venganza, o simplemente ocurre por un capricho de aquellos con autoridad para ordenarla. En cualquier caso, era imprescindible que Mesalina dejara de estar en una posición en la que pudiera ejercer más influencia sobre el emperador que sus consejeros más íntimos. Así pues, cuando decidió utilizar la ausencia del emperador de Roma para divorciarse de él, casarse con su amante y luego hacerse con el poder, tuvimos que actuar. Claudio se encontraba aquí, en Ostia, para inspeccionar los avances de la remodelación del puerto. Fue entonces cuando me enteré. Me di perfecta cuenta del inminente peligro, y hablé con los más allegados al emperador, Calisto y Palas. Necesitamos de todo nuestro poder de persuasión para conseguir que Claudio aceptara la verdad sobre Mesalina, y sobre la conspiración que había urdido para acabar con él. El emperador lo negaba todo, diciendo que no podía ser cierto —Narciso se estremeció visiblemente al recordarlo—, de modo que lo animamos a que bebiera un poco de vino para suavizar el golpe. Entonces fue cuando le presentamos una orden para el arresto y ejecución de Mesalina, entre unas cuantas órdenes más para arrestar a sus aliados.

—¡Qué canalla! —comentó Macro con admiración—. ¿Y cómo reaccionó el emperador cuando entró en razón?

—Lloró su pérdida durante un mes. Mientras tanto, nosotros tres nos ocupamos de los demás miembros de la conspiración de Mesalina. Os cuento todo esto para que toméis conciencia de la facilidad con la que se puede engañar al emperador, y eso lo hace vulnerable, y a Roma también.

—¿Y qué se dice de su nueva esposa? —preguntó Macro—, Agripina. Es su sobrina, si no recuerdo mal.

—Oh, sí. Y eso provocó un buen escándalo cuando Claudio anunció públicamente su elección de una nueva novia. Tuve que bregar de lo lindo para conseguir que el Senado aprobara una medida para que ese tipo de enlaces fueran eliminados de las leyes de incesto. Por fortuna, uno de los senadores más destacados estaba ansioso por congraciarse con el emperador. Él continuó el trabajo, e hizo que se aprobara la nueva ley. Aun así, no fue tarea fácil, os lo aseguro.

Cato había estado callado durante este intercambio de palabras.

—¿De quién fue la idea de sugerir a Agripina?

Hubo una breve pausa, tras la cual Narciso respondió en tono venenoso:

—De Palas. Dijo que tendríamos más posibilidades de evitar que se repitiera el episodio de Mesalina si elegíamos una esposa que fuera de la familia. Además, Palas tiene cierta influencia sobre ella. Calculamos que podríamos mantenerla a raya, y asegurarnos de que Claudio continuara aceptando nuestro consejo.

—¿Y ha funcionado? ¿La nueva esposa del emperador se ha hecho a su papel con el grado de conformidad requerido?

Narciso ladeó la cabeza.

—No ha supuesto un gran problema. El único inconveniente es que llegó al matrimonio con un equipaje un poco incómodo.

—¿Equipaje?

—Su hijo, Lucio Domicio Enobarbo. Al menos así es como se llamaba, antes de que ella convenciera al emperador para que lo adoptara. Ahora se lo conoce como Nerón Claudio Druso Germánico. Al verdadero hijo de Claudio no le gusta la nueva disposición de cosas. Británico se niega a reconocer a su hermanastro, y ni siquiera lo llama Nerón. De manera que no se pueden ni ver. Esos dos van a pelearse por suceder a Claudio cuando éste entre en las sombras, o donde sea que vayan los emperadores deificados.

Macro meneó la cabeza.

—Parece que, cuando llegue el momento, la cosa va a estar, como siempre, muy dividida.

Cato pensó unos instantes antes de volver a hablar.

—Pero Británico es el heredero del emperador, de modo que será el primero en la línea de sucesión, ¿no?

—¡Ojalá estuviera tan claro! —repuso Narciso—. Nerón tiene catorce años, es cuatro años mayor que su hermanastro. Británico tiene el inconveniente adicional de que su madre era Mesalina, y eso lo desacredita un poco en cuanto a su padre se refiere. Si se convirtiera en emperador, temo por todos aquellos que se enfrentaron a su madre. Es de la clase de chicos que harían de la venganza una prioridad.

Macro sonrió.

—Bueno, hay un poco de justicia en la vida. Con esta perspectiva, alguno de los secretarios imperiales debe de estar pasando muy malas noches.

La expresión de Narciso se endureció de pronto.

—Centurión, si tuvieras una mínima idea de mis tribulaciones, dudo que pudieras dormir. El emperador es vulnerable a amenazas provenientes de todas partes. Su salud empieza a deteriorarse, y debo hacer todo lo que esté en mi mano para protegerlo y asegurar que la paz y el orden persisten.

—¿Y cuando el viejo muera? ¿Entonces qué? —preguntó Macro sagazmente.

—Entonces debemos asegurarnos de que se elija al sucesor adecuado.

—¿En quién ha pensado? —preguntó Cato.

—Todavía no estoy seguro. Nerón y Británico son jóvenes, y ambos tienen sus propias virtudes y defectos. Cuando llegue el momento, yo y los demás consejeros del emperador haremos nuestra elección, y sugeriremos a Claudio la dirección correcta cuando decida nombrar a su sucesor.

Cato frunció los labios brevemente.

—No veo qué tiene que ver todo esto con Macro y conmigo. Nosotros no podemos hacer nada para influir en los acontecimientos.

—Ya te lo he dicho. Me pareció necesario poneros al día sobre todas estas cuestiones, de modo que entendáis toda la gravedad de la situación cuando os diga lo que tengo que pediros que hagáis.

Los dos oficiales intercambiaron una rápida mirada, y Cato le hizo un gesto a Narciso para que continuara.

El secretario imperial puso en orden sus ideas, y habló en tono apagado.

—Estando el palacio dividido, los Libertadores han decidido actuar. La clave para cualquier cambio de poder en Roma es tener el control de la Guardia Pretoriana. Fue el apoyo de los pretorianos lo que hizo posible el ascenso de Claudio. Cuando el emperador muera, ellos serán el árbitro final en lo que se refiere a la cuestión de quién gana el trono. Ahora bien, si los Libertadores pueden obtener el control de los pretorianos, entonces la pregunta de cuál de los dos hijos del emperador lo sucederá se vuelve retórica. Los matarán, así como al resto de la familia imperial, sirvientes y aliados —hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran mella—. Es por eso que el mando de la Guardia está dividido entre dos prefectos, y que la escolta más cercana al emperador está formada por mercenarios germanos, hombres en los que puede confiar. Sin embargo, uno de los prefectos lleva enfermo varios meses, lo cual deja a todos los pretorianos bajo el mando del otro, Lusio Geta, que es algo más que una preocupación. Últimamente ha estado aumentando la instrucción de los soldados, haciéndolos trabajar duro con rutas de marcha regulares, ejercicios con armas y simulacros de batalla. Recientemente, el entrenamiento de combate ha cambiado el énfasis. Ahora los está adiestrando en lucha callejera y técnicas de asedio.

—A mí me da la impresión de que es un comandante concienzudo —dijo Macro—. Si estuviera en su lugar, yo también haría trabajar duro a los hombres.

—No lo dudo. Pero no ha sido la costumbre de los anteriores prefectos. Resulta aún más preocupante el hecho de que la mayoría de sus oficiales parecen ser tremendamente leales a Geta, y que lo tienen en gran estima —Narciso abrió las manos—. Debéis entender que tengo motivos para mirar a ese hombre con cierto recelo.

Macro se encogió de hombros, pero Cato asintió levemente con la cabeza.

—Hay más. El mes pasado, uno de los tribunos de la Guardia fue asesinado cerca de Piceno.

Cato movió la cabeza en señal de afirmación.

—Balbo.

—Así es. ¿Cómo lo sabías?

—Lo leí en la gaceta. No hay mucho más que pueda hacer con mi tiempo. Tengo entendido que a Balbo lo mataron unos bandidos.

—Ésa es la versión que se publicó. Lo que el artículo no menciona es que escoltaba un convoy de plata enviado desde la casa de la moneda, en la Narbonense. La partida de búsqueda encontró su cadáver desnudo junto al camino, sin duda para que pareciera que Balbo había sido víctima de un robo. No tardaron en localizar los restos de los carros del convoy. Pero los cofres con la plata no estaban. Unos dos millones de denarios perdidos en total.

Macro soltó un silbido.

—Pues sí. Una suma enorme, y la cuestión es que sólo unos pocos hombres, sirvientes imperiales y pretorianos, tenían conocimiento de qué transportaba el convoy. Fue un trabajo desde dentro. No hay duda al respecto. He hecho interrogar a los que lo sabían, algunos de ellos incluso han sido torturados, pero mis interrogadores no les sacaron nada. O son inocentes, o lo bastante duros para no derrumbarse bajo la presión.

—Quizá se filtrara la noticia del convoy —sugirió Cato—. Alguien oyó o vio algo que lo delató.

—Es posible. Pero confío en que mis hombres son discretos. Saben que el precio por defraudarme será severo. De modo que eso lo reduce todo a los pretorianos. O su seguridad es escasa, o hay traidores en sus filas. Es lo que me parecía hasta hace unos cuantos días. Entonces tuvimos un golpe de suerte. Uno de los pretorianos se emborrachó y originó una pelea en algún antro cercano al Circo Máximo. Lo confinaron al cuartel. Al investigar el asunto más detenidamente, se descubrió que llevaba todo el día gastando dinero en bebida para los compañeros y los transeúntes. También había perdido una pequeña fortuna en plata en las carreras y, sin embargo, no había retirado dinero de sus ahorros en el cuartel. Di orden de que lo soltaran, y su centurión lo asignó al servicio de fajina durante un mes. Hace dos noches, ordené a mis agentes que lo secuestraran y lo llevaran a una casa segura fuera de la ciudad para interrogarlo. Resultó ser un tipo duro y, lamentablemente, fueron necesarios métodos de interrogatorio más rigurosos. Antes de morir, confesó estar involucrado en el asalto al convoy y dio un nombre. Un centurión que sirve en la cohorte a la que se le ha confiado la vigilancia del palacio imperial, Marco Lurco. Según ese hombre, Lurco es uno de los principales conspiradores. De modo que ahora sabemos que hay una facción de traidores en la Guardia Pretoriana.

—¿El pretoriano mencionó alguna relación con los Libertadores? —preguntó Cato.

—Lo hizo —Narciso tomó aire—. La situación es grave. Sólo hay un motivo por el que irían tras una fortuna semejante. Están acumulando un tesoro de guerra. Cuando tengan suficiente dinero, creo que lo utilizarán para sobornar a la Guardia Pretoriana para que los apoye cuando intenten derrocar al emperador.

Se hizo un breve silencio. Macro apuró su copa y se sirvió otra, mientras trataba de parecer ocupado en sus pensamientos.

—Todo esto es muy interesante, pero ¿qué tiene que ver con nosotros?

—Es muy sencillo. Necesito tener dentro a algunos hombres en los que pueda confiar plenamente. Quiero que Cato y tú os unáis a la Guardia Pretoriana, os infiltréis en la conspiración, identifiquéis a los cabecillas y luego, si es necesario, los eliminéis. ¡Ah! Y, por supuesto, que localicéis y devolváis la plata robada.

Macro se lo quedó mirando y se echó a reír.

—Tan fácil como eso. Tendrá agentes que estén acostumbrados a todas estas tonterías clandestinas, ¿no? Nosotros somos soldados y no tendríamos ni idea de cómo ir y apuñalar a un hombre por la espalda. Tiene que haber alguien mejor que nosotros de quien se pueda servir.

—Bueno, tengo un pequeño círculo de hombres con los que puedo contar. Es un círculo muy pequeño, y son hombres que no puedo permitirme perder. Además, para este trabajo necesito a alguien que pueda pasar por soldado —Narciso hizo una pausa y esbozó una sonrisa—. No nos andemos con rodeos. Vosotros dos sois prescindibles. Además, sé que aceptaréis. ¿Cómo podría ser de otra forma?

Macro dijo que no con la cabeza.

—Estaríamos locos si aceptáramos semejante tarea.

—No tenéis alternativa, dado que lo que deseáis está en mi poder concederlo… o negarlo, según considere oportuno —desvió la mirada hacia Cato—. ¿No es así?

Cato asintió a regañadientes.

—Tiene razón, Macro. Si queremos volver al ejército, y si quiero obtener mi ascenso, ¿qué otra cosa podemos hacer?

—Exactamente.

—No —replicó Macro—. Piénsalo, Cato. Somos soldados. Estamos entrenados para combatir. No para espiar ni para hacer el papel de un agente imperial. Nos calarán al instante. No voy a terminar con el cuello rajado y mi cuerpo arrojado a la Cloaca Máxima. Yo no. No voy a hacerlo. Y tú tampoco aceptarás si tienes un poco de sentido común.

—No se trata de una estratagema que se me haya ocurrido de camino desde Roma —dijo Narciso con una intensidad gélida—. He considerado el asunto detenidamente, y estoy seguro de que vosotros dos tenéis muchas más posibilidades de éxito que mis agentes. Sois soldados con experiencia, y encajaréis con los pretorianos allí donde mis hombres llamarían la atención. También sois prácticamente desconocidos en Roma, en tanto que mis hombres son caras conocidas. Si utilizo a otros, tendré que contratar a alguien de fuera de la capital, hombres cuya habilidad no conozco y en quienes no sé hasta qué punto puedo confiar. La verdad es que nos necesitamos mutuamente. Si lleváis a cabo esta misión, os doy mi palabra de honor de que ambos seréis generosamente recompensados.

—No estoy seguro de que tu palabra sea lo bastante buena —dijo Macro.

—¿Cómo tiene pensado introducirnos en la Guardia Pretoriana? —intervino Cato—. Si aparecen un par de oficiales y empiezan a hacer preguntas, los conspiradores sospecharán.

—Por supuesto, por eso vais a incorporaros a los pretorianos como soldados rasos. Dos veteranos de la Segunda legión que acaban de regresar de Britania. Vuestro destino en la Guardia es una recompensa por un noble servicio contra los bárbaros. Es una tapadera creíble, y se acerca lo bastante a vuestra experiencia como para que no tengáis que actuar mucho. Lo único que será distinto es vuestro rango. No debería ser un papel demasiado difícil de interpretar.

—Para usted es fácil decirlo —se quejó Macro—. ¿Qué pasa si nos topamos con alguien a quien ya conocemos?

—No es probable. Han pasado más de tres años desde la última vez que estuvisteis en Roma, y entonces teníais una habitación alquilada en la Suburra y estabais a media paga. En la Guardia Pretoriana no os conoce nadie. Aparte de unos cuantos empleados míos que podrían recordar vuestro rostro, en palacio nadie debería reconoceros.

—¿Y qué me dices del senador Sempronio? —preguntó Cato—. ¿Y de Julia? Si nos los encontramos, nuestras identidades quedarán expuestas.

—Ya he pensado en ello —Narciso sonrió—. He organizado las cosas para que el senador lleve a cabo un inventario de las fincas del emperador en la Campania. Le he dado instrucciones de que lleve con él a su hija, para que así pueda disfrutar de la escena social. Es una tarea fácil, pero los mantendrá alejados hasta la primavera. Para entonces, confío en que vosotros dos habréis descubierto a los traidores en la Guardia Pretoriana y a los cómplices que pudieran tener en la ciudad.

—Hay otras personas que nos reconocerán. El senador Vespasiano, por ejemplo.

Narciso asintió con la cabeza.

—Soy consciente de ello. Vespasiano ha sido elegido como uno de los cónsules este año, y estará ocupado en el Senado.

—¿Vespasiano es cónsul? —Macro sonrió—. Bien por él.

—Aunque comparto vuestra opinión sobre sus habilidades, debo decir que el ascenso de Vespasiano al consulado es motivo de cierta preocupación. Puede que sea más ambicioso de lo que creí anteriormente.

—¡Oh, vamos! —Macro meneó la cabeza—. No puede sospechar de Vespasiano. ¿Después de todo lo que ha hecho por el emperador? ¡Vamos, me atrevería a decir que la campaña en Britania hubiera sido un desastre de no haber sido por él! Y hubo ese asunto con los piratas. Sirvió a Claudio lealmente.

—Lo sé. Pero mi trabajo es buscar señales de peligro. Toda muestra de ambición tiene que ser cuidadosamente escudriñada. Así pues, Vespasiano está siendo vigilado de cerca —Narciso hizo una pausa antes de continuar—. Sería muy imprudente correr el riesgo de que nos vieran juntos, de modo que me informaréis a través de uno de mis agentes, Séptimo. Aparte de mí, él será el único que esté al corriente. Podréis encontrarle en el Viñedo de Dionisos, en el Boario, dentro de dos días.

—¿Cómo lo reconoceremos? —preguntó Cato.

Narciso se quitó un anillo del dedo meñique de la mano izquierda y se lo entregó a Cato.

—Llévalo puesto. Mi agente tendrá su gemelo.

Cato sostuvo el anillo en alto para examinarlo, y vio que el motivo había sido hábilmente tallado en la piedra roja: una representación de Roma a horcajadas sobre una esfinge.

—Es muy bonito.

—Por supuesto. Lo recuperaré una vez haya servido a su propósito —Narciso los miró a ambos—. Pues bien, ¿alguna otra pregunta?

—Sólo una —Macro se inclinó hacia delante—. ¿Qué ocurrirá si declinamos su amable oferta de empleo?

Narciso lo miró fija y fríamente.

—Eso no lo he considerado todavía. Por la muy buena razón de que no puedo imaginar que seáis tan tontos como para rechazar el trabajo.

—Pues será mejor que empiece a considerarlo —Macro se recostó en su asiento y se cruzó de brazos—. Búsquese a otros primos que le hagan el trabajo sucio. Yo soy un buen soldado. Algún día habrá una vacante para mí. Puedo esperar.

—Me pregunto durante cuánto tiempo. Quizá no tanto como yo podría querer que te quedaras aquí pudriéndote.

La expresión de Macro se ensombreció.

—A la mierda. ¡A la mierda usted y sus tretas repugnantes! —Macro apretó los puños y, por un momento, Cato tuvo miedo de que a su amigo pudiera pasársele por la cabeza pulverizar al secretario imperial. Narciso pensó lo mismo y se echó hacia atrás encogido. Macro lo fulminó con la mirada un momento y, a continuación, se levantó bruscamente—. Cato, vamos a beber algo. A alguna otra parte. Aquí el aire está viciado.

—No —contestó Cato con firmeza—. Tenemos que hacerlo. No voy a quedarme más tiempo en Ostia si puedo evitarlo.

Macro miró a su compañero un momento y meneó la cabeza.

—Eres un idiota, Cato. Esta víbora hará que nos maten. ¿Por qué íbamos nosotros a tener éxito descubriendo a los Libertadores cuando los agentes del emperador han fracasado todos estos años?

—No obstante, yo lo haré. Y tú vendrás conmigo.

—¡Bah! —Macro alzó las manos al cielo con exasperación—. Creía conocerte. Pensaba que eras más inteligente. Por lo visto me equivocaba. Estás solo, Cato. Yo no voy a participar en esto.

Macro se dirigió a la puerta con paso firme, la abrió de un tirón y dio un portazo al salir. Cato escuchó entristecido el sonido de sus pasos que se alejaban. Macro tenía razón en cuanto a los peligros, y Cato se dio cuenta de que confiaba muy poco en que pudiera llevar a cabo una misión como aquélla sin tener al fuerte y fiable Macro a su lado. Por primera vez en muchos meses, sintió miedo. La perspectiva de enfrentarse a los misteriosos enemigos del emperador él solo resultaba desalentadora.

—Yo no me preocuparía por él —se rió Narciso—. Ahora ya ha tenido la oportunidad de desatar su furia contra mí, pronto se calmará.

—Espero que tenga razón.

—Confía en mí, puedo leer la mente de cualquiera casi como si de un rollo se tratara. Y la lectura de lo que piensa nuestro amigo Macro supone un reto mucho menor que la mayoría. ¿Me equivoco? Tú lo conoces bien.

Cato reflexionó un momento.

—Macro es capaz de pensamientos sorprendentes. No debería subestimarlo. Pero sí, creo que vendrá conmigo. En cuanto tenga ocasión de tranquilizarse y reflexionar sobre el hecho de que podría hacerle la vida muy difícil. Supongo que se refería a eso.

Los labios finos de Narciso se torcieron en un esbozo de sonrisa, al tiempo que se levantaba para marcharse.

—¿Tú qué crees?

—Muy bien. Pero tengo un consejo para usted, si quiere que esta misión salga bien —Cato hizo una pausa—. No vuelva a llamarle amigo a la cara nunca más.

Capítulo IV

La barcaza se aproximó a Roma a media tarde surcando la superficie del Tíber, que estaba salpicada de restos de embarcaciones y de zonas de aguas residuales. Un tiro de mulas remolcaba la embarcación contra corriente, y el conductor, un muchacho flaco y descalzo, un esclavo, hacía restallar su látigo de vez en cuando para mantener el ritmo. Una densa cortina de humo de leña flotaba sobre la ciudad por delante de ellos, puesto que los habitantes se esforzaban por mantener caldeados sus hogares, durante los grises meses de invierno, y la producción de los fuegos comunes para cocinar que tenían permitidos se sumaba al humo de las curtidurías, herrerías y casas de baños que ejercían su comercio en la capital.

Cato arrugó la nariz cuando un olor fétido barrió la superficie del río, empujado por la fría brisa del este.

—Uno llega a olvidarse de cómo apesta Roma —masculló Macro con amargura a su lado, ambos en el pequeño castillo de proa de la barcaza.

Eran los únicos pasajeros. El resto de espacio disponible estaba atestado de tinajas de aceite de Hispania. Tan cargada iba la gabarra, que apenas quedaban treinta centímetros de obra muerta por encima de la brillante corriente del Tíber.

—¡Vamos, no huele tan mal! —exclamó una voz alegre por detrás de ellos, y los dos soldados se dieron la vuelta y vieron que el capitán de la barcaza rodeaba las tinajas para acercarse a ellos. La constitución delgada de aquel hombre resultaba evidente a pesar de la túnica y la capa gruesa que vestía. Llevaba un gorro de fieltro encasquetado en la cabeza, por debajo del cual sobresalía un cabello oscuro y lacio. Sonrió mostrando una dentadura mellada e irregular, que a Cato le hizo pensar en un conjunto de lápidas manchadas y largamente descuidadas.

—Dicen que cuando vives aquí te acostumbras enseguida. Claro que yo no me acostumbro, teniendo en cuenta que el muchacho y yo sólo hacemos el viaje desde Ostia unas cinco o seis veces al mes —señaló con un gesto a su hijo, que estaba al timón en la parte posterior de la barcaza, un chico alto y flaco como su padre que no tendría más de diez años—. Ostia huele como un maldito perfume en comparación.

—¡No me digas! —respondió Macro con sequedad.

—Ya lo creo —asintió el capitán—. Decidme, ¿para qué visitáis Roma, amigos míos? Sois soldados de permiso, ¿eh? ¿De vuelta de las provincias?

Macro entrecerró los ojos con recelo.

—Lo que somos y lo que vengamos a hacer no es asunto tuyo… amigo.

El hombre alzó las manos en actitud defensiva, pero continuó sonriendo.

—¡Sin ánimo de ofender! Digamos que no quería fisgonear. Sólo era una pregunta educada. Me di cuenta de que erais soldados en cuanto embarcasteis en Ostia. Se lo dije a mi hijo, «son soldados. Se nota en su porte. Rígido y orgulloso, digamos. Guerreros. También se nota por las cicatrices», le dije. Es algo evidente. De modo que no era mi intención ofender, señores.

—No nos has ofendido —Cato le devolvió la sonrisa—. Y tienes razón, acabamos de regresar de campaña, en Britania.

—¿Britania? —el hombre se rascó la mejilla—. Creo que he oído hablar de ese lugar. ¿Dónde está?

—Cruzando el mar desde la Galia.

—¡Ah, sí, ya sé! Es ese lugar sobre el que se armó tanto alboroto cuando el emperador celebró un triunfo hace unos años.

—Sí.

—¿Y entonces qué? ¿La campaña todavía sigue adelante? Nos dijeron que el lugar se había conquistado.

—Hemos derrotado a las tribus más importantes. El ejército está acabando con los últimos focos de resistencia —explicó Cato con toda tranquilidad.

Habían pasado casi cuatro años desde que estuvieron en Britania y, aunque había oído fragmentos de noticias sobre el avance de la campaña, estaba claro que el capitán de la barcaza sabía aún menos que él. Narciso le había prometido un informe detallado, así como los documentos que los asignaban a la Guardia Pretoriana y cartas de recomendación falsas del gobernador de la nueva provincia cuando se reunieran con su contacto en Roma.

—De hecho, mi compañero y yo luchamos en la batalla decisiva. Dirigimos nuestra legión a la carga y capturamos al jefe celta. Por eso estamos aquí. El gobernador nos recomendó para un nombramiento en la Guardia Pretoriana como recompensa.

El capitán de la barcaza abrió desmesuradamente los ojos y meneó la cabeza.

—¿Quién lo hubiera dicho? Nada menos que dos héroes de guerra en mi barcaza. ¡Ya veréis cuando se entere el muchacho! Él siempre ha querido ser soldado de mayor. Siempre pensé que debía ser una buena vida. Te pagan bien, estás bien atendido… ¡Y está el uniforme! Hace que las damas se vuelvan a mirarte, eso hace. Y luego también está la buena vida al aire libre y la oportunidad de obtener gloria y un buen botín, ¿eh? ¿No es verdad?

—Oh, sí —contestó Macro con una sonrisa—. Es una buena vida, ya lo creo. Una prolongada fiesta, pensé al alistarme. Nunca imaginé que estaría luchando con bárbaros de culo peludo en un yermo helado cubierto de pantanos. Es extraño cómo resultan las cosas —le guiñó un ojo al capitán—. Lo único que no me deja dormir por las noches es la preocupación de cómo voy a gastarme todo el dinero que me pagan.

—No hagas caso a mi compañero —terció Cato—. Esta mañana se levantó de la cama con el pie izquierdo. Literalmente. Anoche se emborrachó y, al despertarse, se ha golpeado la cabeza contra la pared.

—Muy gracioso —gruñó Macro—. Tenía motivo para emborracharme, ¿no es verdad? Un motivo jodidamente bueno. Sigo pensando que debería haberme quedado donde estaba.

El capitán de la gabarra puso cara de asombro.

—¿Cómo dices? ¿Y perderte la oportunidad de ser un pretoriano?

Macro lo miró con frialdad.

—Te aseguro que si pudiera evitarlo, lo haría con todo mi corazón.

Cato intervino con rapidez.

—Es por la resaca. Estoy seguro de que se repondrá. Sólo necesita un poco de paz y tranquilidad.

—¡Está clarísimo! —exclamó el capitán con una risotada al ver la expresión frágil de Macro—. De todas formas, yo en tu lugar me acostumbraría a ello. He visto a los pretorianos beber en algunas de las tabernas cercanas a los muelles. Le dan de lo lindo, y pueden crear muchos problemas cuando están borrachos, os lo aseguro —hizo una pausa y frunció el ceño—. Y últimamente han estado muy desprendidos en ese aspecto.

—¿Ah, sí? —Cato le dirigió una mirada inquisitiva—. ¿Ha habido problemas?

El capitán de la barcaza movió la cabeza en señal de afirmación.

—Unos cuantos estos últimos meses. El suministro de grano ha ido disminuyendo por ese asunto del año pasado en Egipto. El precio ha ido aumentando sin parar. Al populacho no le ha hecho ninguna gracia, y ya se han saqueado unas cuantas tiendas y algunos comerciantes de grano han recibido palizas. De modo que la Guardia Pretoriana empezó a hacer chocar cabezas. Bueno, más que eso. Han ido y han matado a algunas personas —el capitán miró a los dos soldados con cautela—. Supongo que tuvieron que hacerlo. Me refiero a que tienes que recibir una orden para hacer algo así, ¿no es verdad?

—Sí —contestó Macro lacónicamente.

—En cualquier caso, tienes tus obligaciones y no queremos entretenerte —Cato hizo un gesto con la cabeza hacia la parte trasera de la barcaza.

—Oh, no os preocupéis por eso. El muchacho puede manejarlo todo perfectamente hasta que eche los cabos de amarre por la borda —sonrió alegremente—. No es necesario que interrumpamos la fiesta.

—No hay ninguna fiesta —dijo Macro—. Y ahora ve a atender tus cosas.

El capitán de la barcaza pareció sorprendido y luego un poco dolido, dio media vuelta y se dirigió sin prisas hacia la popa.

Cato suspiró.

—¿Eso era necesario?

—¿El qué? ¿Que me haya quitado de encima a este cabrón tan animado? Me pareció que sí, antes de que soltaras todos los detalles de nuestros asuntos. Ese hombre tiene una boca ancha como el Tíber. Antes de que acabe el día, media Roma va a saber que hemos llegado.

—¿Y qué problema hay? —Cato se volvió a mirar hacia la popa, donde el capitán había tomado la caña del timón de manos de su hijo y tenía la vista clavada al frente—. ¿Qué es lo que va a decir? Que ha transportado a dos soldados río arriba desde Ostia y que iban de camino a unirse a la Guardia Pretoriana. Eso no va a perjudicarnos de ninguna manera. Al contrario. Si alguien empieza a hacer indagaciones sobre nosotros, podremos confirmar la tapadera. Y cualquiera que hable con él se dará cuenta enseguida de que es demasiado ingenuo como para repetir unas palabras que le hayan ordenado que diga —Cato hizo una pausa para dejar que Macro lo pensara bien—. Relájate. Tienes que intentar no pensar como un espía, o de lo contrario dejarás de comportarte como un soldado. Si eso ocurre, el enemigo nos calará en un instante.

—¿Enemigo? —Macro resopló—. Menudo lío todo esto. Aquí estamos, fingiendo ser pretorianos para así poder dar caza y matar a otros ciudadanos romanos sólo porque resulta que tienen unos valores políticos diferentes. Al mismo tiempo, andan atareados conspirando para asesinar a su emperador y a cualquiera que se interponga entre ellos y dicho objetivo. Y mientras tanto, la frontera del Imperio está repleta de enemigos de verdad a los que nada les gustaría más que nos volviéramos unos contra otros. Perdóname por parecer ingenuo, Cato, pero ¿no es todo esto un poco jodido?

Cato guardó silencio un momento, y al cabo respondió:

—Sí. Es un desastre. Pero eso no es cosa nuestra. Hemos venido a hacer un trabajo. Pienses lo que pienses, esto no es tan distinto de nuestros deberes como soldados. Estamos aquí para localizar al enemigo, infiltrarnos en su posición y enfrentarnos a él. No es tarea de soldados pensar más allá, Macro. No nos ponemos a debatir los porqués y por consiguientes de las campañas que luchamos por Roma. Es lo mismo con el trabajo actual. Esté bien o mal, hicimos un juramento al emperador, y eso convierte en nuestro enemigo a cualquiera que él decida que lo es. Además, Roma podría estar mucho peor si Claudio no la gobernara, mucho peor.

Cato se sentó en el castillo de proa y contempló la vasta extensión de palacios, templos, teatros, mercados, casas de baños, domicilios particulares y numerosísimos bloques de apartamentos que cubrían las colinas de Roma.

La expresión avinagrada de Macro se desvaneció antes de soltar una risotada.

—¿Qué demonios te hace tanta gracia?

—Estaba pensando… Cuando nos conocimos, era a mí a quien no sacabas de las certezas del deber, y tú el que continuamente planteaba el otro lado de las cosas. ¡Por los dioses que me volvía loco!

—La gente cambia.

—Yo no lo creo. Al menos no tanto. No, creo que te comprendo perfectamente, Cato. Esto sólo tiene que ver con conseguir ese ascenso; un ascenso que te permitirá tener a Julia. Es curioso cómo uno intenta justificar con la razón los deseos de su corazón.

Cato lo miró ferozmente, enojado consigo mismo por ser tan transparente. Pero entonces se ablandó. La cuestión era que se había horrorizado al descubrir que casi se había creído lo que le había dicho a Macro. El único retazo de consuelo era que Macro precisamente lo conocía tan bien como para no dejarse engañar por sus argumentos. Esperaba poder representar mejor su papel en los días venideros. Si no, seguramente lo descubrirían y lo matarían.

La barcaza se dirigió lentamente hacia los almacenes inmensos que se alzaban al pie de la colina del Aventino. Frente a los almacenes estaba el puerto fluvial, donde cientos de gabarras y embarcaciones menores se apiñaban en un muelle que se extendía por la orilla del Tíber. A lo lejos, allí donde el río torcía hacia el oeste, Cato vio el puente Sublicio, donde la rápida corriente que fluía por debajo de los caballetes de madera de la pasarela ponía fin con eficacia al tráfico comercial río arriba para las barcazas provenientes de Ostia. Faltaba poco para el anochecer, y algunos de los detalles de la ciudad empezaban ya a difuminarse en formas grises indistintas en la distancia.

El tiro de mulas llegó al final de su trayecto en el inicio del muelle, y el esclavo desató el yugo y pasó el cabo de amarre a un grupo de hombres corpulentos, que esperaban para tirar de la barcaza y acercarla a un amarradero. El capitán soltó el timón, y él y su hijo cogieron unas gruesas pértigas de madera para apartar a las embarcaciones que ya estaban amarradas a lo largo del muelle. En ocasiones, los botes estaban sujetos en columnas de dos o tres, de manera que se tendían planchas entre los costados y las mercancías se cargaban y descargaban pasando por los cascos intermedios. El capitán miró hacia delante y, al ver que no había indicios de espacio para atracar en un buen trecho, señaló una embarcación solitaria a una corta distancia.

—¡Allí! —exclamó señalando el lugar a los hombres que tiraban de la sirga. El jefe asintió con la cabeza y, poco después, la barcaza estuvo amarrada al lado de la otra embarcación. Cato y Macro recogieron sus mochilas y horcas de marcha, aguardaron hasta que las planchas estuvieron bien colocadas, y se dispusieron a abandonar el barco.

—¡Mucha suerte con el nuevo destino! —dijo el capitán con una alegre sonrisa, al tiempo que conducía a su hijo hasta ellos—. Este es mi chico. Ha venido a conocer a los héroes de la campaña en Britania. Di hola, muchacho.

El chico alzó la mirada tímidamente, y susurró un saludo que quedó ahogado por los gritos y exclamaciones de los grupos de mozos del muelle. Cato le sonrió y le apretó el hombro con suavidad.

—Tu padre dice que quieres unirte a las legiones. ¿Crees que eres lo bastante fuerte?

El muchacho movió rápidamente la cabeza en señal de negación.

—Todavía no.

—Estoy seguro de que algún día lo serás. Tendrías que haberme visto a tu edad. No era más que piel y huesos, y al final resulté bien.

Macro lo miró con fingido horror, pero Cato ignoró a su amigo y siguió hablando.

—Trabaja bien tu cuerpo, y algún día podrías ser un héroe y hacer que tu padre se sienta orgulloso de ti.

—O bien —terció Macro entre dientes— podrías acabar siendo el burro de carga de un liberto imperial maquinador…

La sonrisa del capitán de la barcaza se desvaneció un tanto.

—Ya me siento orgulloso de él.

—Por supuesto que sí —se apresuró a responder Cato—. Vamos, Macro, en marcha.

Con la mochila enganchada en el extremo de la horca de marcha, Cato se abrió paso con cuidado por la plancha que se extendía por encima del otro barco, y luego hasta el muelle, donde se sintió enormemente aliviado de tener suelo firme bajo sus botas, aunque estuviera cubierto de mugre. Macro llegó a su lado, y ambos echaron un vistazo en derredor un momento para orientarse.

—¿Dónde dijiste que tenemos que encontrarnos con ese contacto de Narciso? —preguntó Macro.

—En una taberna llamada el Viñedo de Dionisos, en el lado norte del Boario. Por lo que dijo Narciso, debería estar por allí.

Cato señaló los edificios municipales que se alzaban al otro lado del complejo de almacenes, y los dos se pusieron a andar siguiendo el muelle. Tras la calma relativa de las calles de Ostia, la capital del Imperio era una agitada confusión de ruidos e imágenes, una mezcla del hedor sudoroso de la gente con el humo acre de leña. Grupos de esclavos, algunos encadenados entre sí, se esforzaban cargando fardos de materiales exóticos, tinajas de vino y aceite y tarros más pequeños, sellados y embalados en cajones llenos de paja, que contenían perfumes y aromas de Oriente. Otros llevaban colmillos de marfil o trozos de maderas nobles poco comunes. Entre ellos, esquivándolos, pasaban los capitanes de las barcazas, mercaderes y comerciantes de poca monta, y en todas partes reinaba un vocerío en una pequeña variedad de idiomas: latín, griego, dialectos celtas, hebreo y otras lenguas que Cato nunca había oído con anterioridad. El crepúsculo iba tomando cuerpo en la oscura atmósfera invernal. En medio de la penumbra, los fuegos parpadeantes de algunos braseros proyectaban unos focos de luz roja refulgente sobre el muelle pavimentado cubierto de barro y basura. Unos cuantos perros y gatos salvajes corrían por entre la multitud, husmeando en busca de comida. Los mendigos se acuclillaban bajo los arcos y delante de puertas cerradas, agitando cuencos de madera o latón, al tiempo que gritaban pidiendo unas monedas.

Cato se fue abriendo paso por entre el gentío, y Macro lo siguió de cerca, procurando agarrar con fuerza su horca de marcha. De vez en cuando, echaba un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que su mochila estaba a salvo de ladronzuelos. Había oído contar que utilizaban cuchillos afilados para cortar la piel de cabra de las bolsas, de modo que una mano rápida podría llevarse algo sin que la víctima se enterara hasta que ya fuera demasiado tarde.

—Mierda, es como estar atrapado en medio de una batalla.

—Sin el peligro —replicó Cato lacónicamente, y entonces añadió—: ni la sangre, los cuerpos, los gritos y la mano enorme y gélida del terror cerrada en torno a tu nuca. Pero, por lo demás, sí, se parece un poco.

—Muy gracioso.

La aglomeración disminuyó un poco a medida que fueron acercándose a los arcos de entrada del mercado del foro Boario. Al igual que los almacenes, estaba construido a gran escala con una entrada con columnas, sobre la cual se erguía imponente un frontón coronado con estatuas de estadistas de la época republicana, y cuya pintura original se hallaba entonces oscurecida por una pátina de mugre y excrementos de pájaro. El olor acre de la sangre y la carne de los puestos de los carniceros inundaba la atmósfera. Al otro lado de la entrada, se abría un amplio espacio, una plaza lo bastante grande como para que pudiera acampar una legión, según calculó Cato. Los puestos y tenderetes ya se estaban desmontando y embalando, junto con la mercancía de los comerciantes, en pequeñas carretillas que los llevarían a la seguridad de los almacenes situados a un lado del Boario. En otras partes, los puestos permanentes estaban cerrando hasta el día siguiente. Una galería de dos plantas bordeaba el Boario. La planta baja se utilizaba para tiendas y mesones, en tanto que en el piso de arriba estaban las oficinas de los funcionarios que recaudaban los impuestos de aduanas y las rentas de los comerciantes. Muchos de los banqueros de la ciudad tenían locales alquilados también en el segundo piso, donde contaban sus beneficios apartados del bullicio de abajo.

El Viñedo de Dionisos era muy fácil de encontrar. Se había fijado un gran letrero pintado sobre la entrada del local. Un hombre toscamente pintado, con una gran sonrisa, sostenía un vaso de cuerno rebosante contra el telón de fondo de unas vides cargadas de uvas entre las cuales, y en una variedad de posiciones fascinante, unas parejas apasionadas le daban al asunto con tremenda energía. Macro se detuvo allí fuera con expresión socarrona.

—Eso de ahí, eso es sencillamente imposible.

—¡Eso es después de que te hayas saciado con nuestros vinos! —anunció una voz alegre. Un hombre fornido con un cabello muy untado se separó de las columnas que había a ambos lados de la entrada, y les hizo señas para que pasaran—. Los productos del Viñedo de Dionisos son famosos en toda Roma. ¡Bienvenidos, amigos! Entrad, por favor. Hay mesa para todos, un fuego agradable, buena comida, caldos excelentes y la mejor de las compañías —guiñó un ojo— por un módico precio, señores.

—Necesitamos comida y bebida —respondió Cato—. Nada más.

—De momento —añadió Macro, que seguía escudriñando las ilustraciones de encima de la puerta—. Ya veremos cómo acabamos, ¿eh?

El captador hizo entrar a sus clientes antes de que pudieran pasar de largo y entró tras ellos. El interior era más grande de lo que Cato se había esperado, y se extendía a lo largo de casi veinte metros. Había un mostrador situado en la mitad de una de las paredes, y estaba flanqueado por unos cubículos, dos de los cuales tenían las cortinas echadas. Una mujer enjuta de carnes, muy maquillada y con un cabello rojo y áspero, estaba sentada en otro cubículo con expresión aburrida y la cabeza apoyada en la mano, contemplando la habitación con aire ausente. El lugar estaba lleno de los primeros clientes de la noche, hombres del Boario que habían desmontado sus puestos o terminado la jornada comercial. La mayoría de ellos estaban tomando una copa rápida antes de regresar a casa para pasar la noche. Entre éstos, se contaban unos pocos viejos borrachos con cara de sueño y venas muy marcadas en la nariz y las mejillas, que acababan de empezar una larga noche en la que beberían hasta la inconsciencia.

El captador de clientes que los había hecho entrar de la calle llamó al tabernero, el cual asintió con la cabeza e hizo dos marcas con tiza en la pared por encima de las tinajas de vino, para sumarlas a la cuenta de los clientes que el hombre ya había traído.

—Ésta es vuestra mesa.

El hombre señaló un banco sencillo con cuatro taburetes situado a una corta distancia de la puerta. Cato y Macro le dieron las gracias con un gesto, se abrieron paso entre los demás clientes y dejaron sus horcas de marcha apoyadas en la pared antes de sentarse.

Macro echó un vistazo a su alrededor, y comentó con aire desdeñoso:

—Narciso eligió bien.

—Sí. Es de esos lugares en los que uno puede pasar desapercibido entre el gentío. Agradable y discreto.

—Quería decir que es una buena elección porque es un sitio de los que a mí me gustan. Barato, alegre y que tiene potencial para que en cualquier momento estalle una pelea.

—Eso también —repuso Cato en tono despreocupado. Escudriñó la estancia en busca de algún indicio de Séptimo, su contacto. Sólo unos cuantos clientes parecían estar bebiendo solos, pero ninguno de ellos dio la impresión de devolverle la mirada de un modo elocuente. Al cabo de un momento, el tabernero se abrió paso hacia ellos.

—¿Qué quieren tomar, caballeros?

—¿Qué tienes? —preguntó Macro.

—Está en la pared —el hombre señaló una larga lista de vinos regionales, anotados con tiza en un tablero detrás del mostrador.

—¡Mmmm! —Macro sonrió mientras recorría la lista de vinos con la mirada—. ¿Qué tal es el etrusco?

—No hay.

—Ah, vale. ¿Y el calabrés?

—Tampoco.

—¿Falerno?

El tabernero negó con la cabeza.

—Bueno, pues ¿qué tienes?

—Así es —el tabernero se rascó la nariz—. Y en mi opinión deberían ceñirse a la cerveza.

—Entiendo —Cato se encogió de hombros—. Entonces el ligur. Una jarra pequeña y tres copas.

—Sí, señor. Buena elección —el tabernero hizo una reverencia y regresó al mostrador.

—¿Intenta hacerse el gracioso? —gruñó Macro—. De todas formas, ¿ligur? Nunca lo había oído.

—Pues esta noche quizá sea un poco educativa para nosotros.

El tabernero regresó con el vino y las copas, y lo dispuso todo sobre la mesa.

—Son cinco sestercios.

—¿Cinco?, ¡eso son quince ases! —Macro meneó la cabeza—. Eso es un robo.

—Es lo que vale, amigo.

—De acuerdo —interrumpió Cato, que sacó las monedas de la pequeña suma que Narciso les había anticipado—. Toma.

El tabernero barrió las monedas del tablero de la mesa y le dio las gracias con un gesto de la cabeza.

Cato tomó la jarra y olisqueó el contenido. Arrugó la nariz al percibir el fuerte olor ácido. A continuación, sirvió una copa para cada uno de aquel vino oscuro, casi negro. Macro alzó la suya en un brindis burlón y tomó un trago. Enseguida torció el gesto.

—Por los dioses, espero que cerca del campamento pretoriano haya tabernas mejores que ésta.

Cato dio un sorbo cauteloso, y notó el paso agrio y fuerte del líquido hasta su estómago. Dejó la copa en la mesa, y se apoyó en la pared que tenía detrás.

—Sólo nos queda esperar que nuestro contacto aparezca pronto.

Macro asintió con la cabeza. Esperaron allí sentados en silencio, mientras a su alrededor los habitantes del lugar bebían cantidades ingentes del único vino disponible, al parecer indiferentes a su desagradable sabor. Reinaba un ambiente jovial, salvo en la mesa a la que estaban sentados los dos soldados, aguardando con creciente impaciencia mientras caía la noche en el exterior. Al final, Macro se movió, apuró su copa con una mueca y se puso de pie. Hizo un gesto hacia la mujer que seguía sentada en el cubículo.

—Yo, esto… voy allí un momento.

—Ahora no, Macro. Estamos esperando a alguien. En otra ocasión.

—Bueno, todavía no ha aparecido, por lo que al menos podría divertirme.

—No deberíamos arriesgarnos a llamar la atención.

—No voy a hacerlo —Macro señaló las cortinas corridas con un gesto de la cabeza—. Sólo congeniaré con la gente del lugar, como si dijéramos.

Mientras hablaba, la cortina de uno de los cubículos se descorrió suavemente, y de él salió un hombre alto y nervudo de cabello corto. Ya se había puesto la túnica, y sostenía un pañuelo de cuello en una mano. Tras él, una mujer se estaba poniendo la túnica corta que indicaba a qué se dedicaba. El hombre se dio la vuelta, arrojó unas cuantas monedas en el diván, y se dirigió al centro de la habitación.

—Mira —dijo Macro—. Nadie le está prestando atención.

Cato observó a aquel hombre, que paseó la mirada en derredor hasta posarla en los dos taburetes vacíos de su mesa. Se acercó hasta allí.

—¿Me permitís?

Cato le dijo que no con la cabeza.

—No. Estamos esperando a un amigo.

—Ya lo sé. Soy yo —dijo el hombre con una sonrisa, y tomó asiento frente a los dos soldados. Alzó la mano para que pudieran ver su anillo, y a continuación lo dejó junto a la mano de Cato para que éste pudiera ver que los diseños eran idénticos. Cato lo miró con atención, y se fijó sobre todo en sus ojos oscuros, en las mejillas suavemente afeitadas y en el pequeño tatuaje de una media luna y una estrella, antes de que lo ocultara la tira de tela que se colocó de forma holgada en torno al cuello. Cato tuvo un sentimiento de desconfianza incluso cuando el hombre bajó la voz y dijo—: Me envía Narciso.

—¿En serio? ¿Y cómo te llamas, amigo?

—Oscano Óptimo Séptimo —dijo con voz tan queda que Cato apenas si pudo entenderlo—. Y me gustaría que me devolvieras ese anillo, si no te importa —le tendió la mano.

Tras un momento de vacilación, Cato se quitó el anillo y se lo entregó.

—Imagino que no es tu verdadero nombre.

—Me sirve. Y por lo que concierne a cualquiera de aquí de ahora en adelante, vosotros sois los guardias Tito Ovidio Capito y Vibio Galo Calido, ¿está claro? No sería prudente que me revelarais vuestra verdadera identidad.

Los nombres estaban pulcramente escritos en los documentos que le acababa de entregar a Cato; él había adoptado la identidad de Capito, y Macro la de Calido, ambos veteranos de la Segunda legión.

—Esa marca que llevas en el cuello… —comentó Macro—. Supongo que serviste en la frontera oriental.

Séptimo entrecerró ligeramente los ojos.

—Puede que sí.

—¿En las legiones o en las cohortes auxiliares?

Séptimo guardó silencio un momento, y luego se encogió de hombros.

—No es que eso importe mucho ahora, pero estuve una temporada en una cohorte de caballería antes de que Narciso me reclutara —se señaló el cuello—. Ese es el emblema de la cohorte. La mayoría de los muchachos llevan el mismo tatuaje. Es una lástima que ahora tenga que llevarlo tapado en mi línea de trabajo.

—Me lo imagino —dijo Macro. Inspiró hondo y soltó el aire con impaciencia—. De todas formas, llegas tarde. Nos tuviste esperando mientras te ocupabas de tu chica allí detrás.

Séptimo frunció el ceño.

—¿Mi chica? Difícilmente. La utilizaba como tapadera.

—Puedes llamarla como quieras.

El agente de Narciso miró a Macro con el ceño fruncido.

—Si tuviera una mujer no sería una como ella. En cualquier caso, su cubículo me proporcionó un buen lugar desde el que echaros un vistazo cuando aparecierais. Y también los demás clientes, claro. Sólo para asegurarme de que no os vigilaba ni os seguía nadie. Lamento la espera, pero forma parte del juego. Este trabajo es demasiado peligroso como para correr riesgos. Bueno, se han terminado las presentaciones. Vamos.

—¿Vamos? —Cato se inclinó ligeramente hacia delante—. ¿Ir adónde?

—A una casa segura. Un lugar donde podamos hablar sin riesgo de que nos oigan. Además es un lugar donde podemos reunimos cuando haga falta, y donde podéis dejar cualquier mensaje sin peligro. No deberíais tener ningún problema para poder ir y venir del campamento pretoriano, pues los soldados entran y salen de sus cuarteles libremente. Ésta será la manera de comunicarnos durante la mayor parte del tiempo —Séptimo miró a su alrededor con recelo—. Seguidme. Pero hagamos que parezca todo relajado. Mejor que primero nos terminemos la bebida.

Se sirvió una copa y alzó la voz.

—¡Para el camino!

Macro y Cato hicieron lo mismo, y se obligaron a engullir lo que quedaba en sus copas, luego cogieron sus mochilas y se pusieron de pie. Para entonces, el mesón estaba lleno de clientes y tuvieron que abrirse paso a empujones hasta la puerta. Fuera, en la entrada, el captador buscaba más clientes. Sonrió al verlos.

—¿Ya os marcháis tan pronto? La noche apenas acaba de empezar, señores. Quedaos un rato y bebed hasta saciaros.

Macro se detuvo frente a él. Tomó aire y habló en voz lo bastante alta para que los transeúntes pudieran oírle perfectamente.

—Cualquiera que beba hasta saciarse del brebaje de este sitio va a quedarse algo más que un rato. ¡Es puro veneno!

El captador de clientes intentó tomárselo a risa y le dio una palmada en el hombro a Macro cuando éste se disponía a marcharse con Cato y Séptimo. En un revuelo, Macro se dio media vuelta y le propinó un puñetazo en el estómago a aquel hombre. Éste se desplomó con la respiración entrecortada, y Macro retrocedió con gesto de amarga satisfacción.

—Esto dejará al cabrón sin aliento. Evitará que vaya vendiendo su mercancía durante un rato.

Séptimo miró con nerviosismo a la gente que se había detenido a presenciar la acción de Macro.

—Macro —dijo Cato entre dientes—, vámonos antes de que llames aún más la atención, ¿de acuerdo?

Caminaron sin prisas bordeando el Boario, y salieron por la calle ancha que transcurría entre la colina del Palatino y la Capitolina. A su derecha, los edificios del complejo del palacio imperial cubrían la ladera, y antorchas y braseros iluminaban las columnas y estatuas que contemplaban desde su atalaya al resto de Roma. A la izquierda, se alzaba imponente la mole del Templo de Júpiter, construido en una roca con lados escarpados en algunos puntos, y a la que se accedía mediante una rampa que ascendía zigzagueando hasta el recinto del templo. Entraron en el Foro, y cruzaron frente a la casa del Senado. Un grupo de jóvenes vestidos con elegancia venían en dirección contraria hablando en voz alta, alardeando de lo que pensaban hacer para entretenerse aquella noche. Bajaron un poco la voz al cruzarse con los dos soldados y el civil, y luego, cuando volvieron a estar a una distancia prudencial, continuaron como antes. En el extremo más alejado del Foro, había otra calle que pasaba junto al Templo de la Paz y subía hasta la Suburra, uno de los barrios más pobres de la ciudad, donde la delincuencia proliferaba y los edificios estaban tan mal construidos que difícilmente transcurría un mes sin que alguno de aquellos bloques de apartamentos destartalados se derrumbara o quedara reducido a cenizas.

—Confío en que Narciso no vaya a alojarnos en la maldita Suburra —le dijo Macro a Cato en voz baja—. Ya tuve suficiente la última vez que tuvimos que quedarnos en Roma.

Séptimo miró hacia atrás.

—Ya falta poco. Da la casualidad de que está en las afueras de la Suburra. Para que os sea práctico llegar desde el campamento pretoriano. No os preocupéis, el apartamento se encuentra en uno de los mejores bloques de viviendas. Al menos eso es lo que dijo el casero cuando lo cogí.

—¿Y tú le creíste?

—A mí no me afecta. Yo no tengo que vivir allí.

La calle empezó a inclinarse, y pasaron entre las primeras estructuras altas de ladrillo donde vivían la mayor parte de los habitantes de la ciudad. Las casas de vecinos abarrotaban la calle y se elevaban a mucha altura, de manera que la tenue penumbra de la noche no proporcionaba apenas iluminación. Unas cuantas lámparas ardían en las entradas de los edificios, pero las calles se hallaban a oscuras. Lo cual no era mala cosa, reflexionó Cato, poco antes de que el fétido aire le inundara el olfato. No quería saber lo que estaba pisando. Oían voces en torno a ellos y en lo alto. Algunas risas, conversaciones tranquilas, algún que otro grito enojado o el llanto de los niños, y el ruido del agua sucia de los cubos que se vaciaban en las calles.

—Ya hemos llegado —anunció Séptimo, quien subió por unos peldaños que conducían desde la calle a una entrada estrecha.

Una lámpara de aceite parpadeó en su soporte, y dejó ver a un hombre musculoso vestido con una túnica sencilla que estaba sentado en un taburete nada más entrar. Miró atentamente a Séptimo y asintió con la cabeza, tras lo cual encendió una vela con la llama de la lámpara y se la entregó al agente imperial. Había un pasillo corto con una escalera estrecha al final. Séptimo empezó a subir por las escaleras primero, y colocó la mano frente a la vela para proteger la llama. Se detuvo frente a una puerta del cuarto piso y abrió el cerrojo. Entró delante, y Macro y Cato dejaron las mochilas sobre las tablas del suelo.

—Un momento. Encenderé una lámpara —dijo Séptimo, y alargó la mano hacia un estante. El pálido y parpadeante fuego de la vela llameó un momento, hasta que la llama se asentó proporcionando un continuo resplandor; entonces Séptimo retiró la vela y la apagó con un soplido—. Ya está.

Volvió a colocar la lámpara en el estante y se dio media vuelta. Bajo su tenue resplandor, Cato vio que la habitación estaba vacía salvo por dos líos de cama. No había ni cuatro metros hasta la otra pared, en la que una puerta conducía a otra habitación de dimensiones similares.

—No tiene muchas comodidades —se quejó Macro, al tiempo que empujaba con la punta de la bota uno de los líos de cama.

—Nos gusta así —dijo Séptimo—. No hay nada para robar. De todos modos, el vigilante está por aquí casi todo el tiempo —metió la mano dentro de la túnica para coger una pequeña bolsa, de la que sacó un atado pequeño de rollos y dos juegos de tablillas enceradas y se los entregó—. El resto de vuestros documentos y el informe sobre Britania. Esta noche podéis dormir aquí, y por la mañana debéis dirigiros al campamento pretoriano. Si necesitáis dejarme un mensaje, ponedlo allí, bajo del estante. La tabla del suelo está suelta, y hay un pequeño espacio debajo. Aseguraos de venir a comprobarlo tan a menudo como podáis. Si dejáis un mensaje, entonces girad la lámpara hacia la puerta. De lo contrario, ponedla mirando hacia el otro lado. Si está apuntando en cualquier otra dirección, sabremos que el apartamento se ha visto comprometido.

—¿Comprometido? —Macro se rió—. ¿Qué es eso? ¿Lenguaje de agente secreto?

—Lo entendemos —dijo Cato—. Supongo que podemos utilizar este lugar para escondernos si es necesario. O para ocultar algo.

Séptimo asintió.

—Y si necesitáis verme por algún motivo. Sólo aseguraos de que no os sigan. Si el enemigo consigue hacerlo, entonces puede vigilar a los visitantes y de este modo seguir la pista hasta Narciso. Guardaos bien las espaldas en todo momento, y no corráis ningún riesgo —miró a Macro—. ¿Ha quedado claro?

—Estaré bien, ya lo verás. Es de Cato de quien tienes que preocup…

—¡No! —Séptimo alzó la mano bruscamente—. A partir de ahora, utilizad únicamente vuestros nombres falsos. En todo momento. Quienquiera que fuerais antes de hoy debe quedar atrás. A partir de ahora se trata de Capito y Calido —se los quedó mirando un momento como para escudriñarlos por última vez, y luego se dirigió hacia la puerta—. Dormid un poco. Mañana os incorporáis a la Guardia Pretoriana.

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